> Dilecciones 21/29
La razón más fuerte que todo lo conferido se llama: siempre.
Existe un universo paralelo donde ella y yo nos entonamos en besos, canciones y abrazos. Es la guarida ideal, la más remota y cercana; nuestro andar. Allí todo el día hay fosforescencia, bondad blanquecina, caricias con sabores que nunca imaginamos (¡y es que existen tantos y tan raros!).
Están, por ejemplo, sus blusas hechas con manos ingenuas. Bailan sus flores, sus aromas, sus rituales de incienso, su memoria. A veces, también, está la luna (que complace y dormita). Hay 76 libros prohibidos, nueve cartas, tres amigos. De pronto es visitada por ojos verdes y amarillos, por bolsas de dormir, por utensilios.
Reposa en el rincón un caballete flaco que sirve té de limón a los testigos. Una manta se divierte; rosa y marrón, y entretiene a la pared de ojos cansados. Vuela una mesa de madera cada noche, cuando ella no lo advierte; desbarata el orden aparente, le hace bromas a los archiveros que producen textos en caliente.
En ese palacio descansa el verano, se fuga la luz silente, se destilan otras Yoshimoto valientes, se cambian perlas por dientes, se consciente al cliente: al sacapuntas, al papel, a la acuarela, al aluminio, al cortaúñas, al calendario, al dejo ardiente (de los ausentes, la mente, los oyentes).
Todos los domingos hacen fiesta dos venados de madera, una plantita y diez recuerdos. Por entre las hendijas se les puede ver sonrientes: platicando de varios aquellos, corrigendo el timón, izando banderas, jugando parcasé, tomando cortaditos, asando algunas carnes, gritando: ¡hiciste trampa, deja esa canica donde estaba!
Cierta noche, incluso, el dios Recado, trajo a colación algunos versos de Lorca; y ella insiste en contarme que, sobresaltada, despertó abriendo la boca para así dejar entrar a 60 besos que entusiastas, locos, vagabundos, se le fueron al corazón y allí se hicieron aguasangre de su cuerpo y de su mundo.
En otra ocasión bailábamos desnudos bajo sábanas de invento, y el muy desdichado buró se nos vino abajo y canceló el evento. Ahora lo comento y ambos nos carcajeamos molestos, pero aquello de verdad que fue un infierno. Basta imaginarse a 12 kilos corpulentos (hechos de libros, madera y ungüentos), cayéndome encima, inyectando veneno, sofocando costillas. Y ya no cuento, pero lo mejor fue su remedio.
Siempre hay remedios, siempre más fuertes, siempre juguetes: figuraciones de habitaciones sin maldiciones clamando a una voz ilusiones que nos regalan alas con emociones. Son sinrazones, son devociones, troncos ruborizados, sustentos, canciones y dilecciones.
Árboles otoñales: Ernesto Morosini
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domingo, 21 de septiembre de 2008
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