miércoles, 19 de mayo de 2010

Ninfa del hombre

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En la escena ensombrecida mira al columpio roto, fútil estertor del movimiento. Rumia el color vitral de celajes niebla; páramo calmo en pastizal perdido y soles blancos, luz de petróleo. Se agrilla la noche, luna mentirosa.

Luego (antes), de ultratumba vuelve el penitente: (hombre o dios) pasta y rodillo. Toma la yerba, amasa la estampa cárnica, transforma en piel el oro natural de los enjambres.

De sus manos, barro,
caldo primigenio, plumas, lumbre, risa.
De sus hombros, rumbo,
huella mineral, cosecha y drama.
Hambre de sus pies descalzos.
Miedo de esos ojos negros.
Entre el cabello, calima.
Imagen de los labios:
rojo, rosazul en sus señuelos.
Flores en el pubis:
miel, invento, sentidos.
Pies de desierto que llagan la tierra.

Y prospera la invención: se enmarca bis a bis, teje las redes del viento, ensancha mares, planifica, rompe, hierra, mata (y en el sudor y sangre se entretiene y goza), perturba, ocasiona meridianos, alea campiñas, volcanes, hermanos. A fiebre batiente, conquista.

Y mira, en la escena ensombrecida, a Lilith.

Entonces jura paz, firma convenios, se dice dador y amante, pronúnciase elemento y dueño benefactor: pastor prudente, certidumbre, memoria. Colma la matriz, más feliz que precavido, de enunciados sin verbos. Manda a romper espejos. Y en su furia multiplica panes, monedas, astros. Conoce la finitud del universo. Ajeno a la obra incesante, se da sus pausas y refrescos: mira pájaros hechizos y rompe en carcajada, poderoso. El hombre entonces se restaura. Resucita de un trigal en siesta. Alguien le mece los cabellos. Amanece en el monte. Despunta azul al alba.



Foto: Potrero en La Joya, Veracruz. Septiembre, 2009

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