Una narración de Juan Carlos Medrano.
“Hace buen día. Es temprano.
Buena ocasión para madrugar y mirar si se tiene a mano
el artilugio de achicar problemas.
Cortina de humo que distraiga de ese gris de la rutina.”
Manuel García – García Pérez.
Buena ocasión para madrugar y mirar si se tiene a mano
el artilugio de achicar problemas.
Cortina de humo que distraiga de ese gris de la rutina.”
Manuel García – García Pérez.
Somos cuatro las que normalmente habitamos esta casa; desde muy pequeñas nos han acostumbrado a no temerle nunca, cual dogma, a la madre naturaleza: benévola, sabia, paciente madre naturaleza. El caso es que no hemos aprendido, la respetamos, eso sí, pero de ahí a perderle el miedo hay un trecho muy ancho. Y es que resulta que nuestro hogar es grande, o debiera decir, algo impreciso en espacios; lleno de recovecos oscuros que antiguamente servían para darle cobijo a lo inservible, entre todo ello, y año con año, se acumularon polvos, amores, alergias, escondites ingeniosos. Pareciera ser irresistible estando niños el esconderse por doquier, sin pretexto alguno; simplemente volverse fantasma y que muchos (o al menos así se desea) gasten horas buscándote. De mis hermanas, todas lo hicimos, incluso ya mayores nos encantaba seguir buscando nuevos sitios ocultos. Mis padres, ahora muertos, trabajaban mucho en casa, uno hacía de leñador, de maestro, de amo de llaves, de capataz y la otra en la cocina, casi siempre en la cocina, quiero decir cuando no se hallaba escondida también. Nos encantaba asustar a nuestro padre, era parte del encanto de vivir en un lugar alejado de la ciudad, bajo una finca enorme de cafetales y con un universo bastante limitado de actividades sociales. Si acaso venían los miércoles y sábados algunos tíos recién casados, nunca con primos (pues eran una molestia según ellos), para conversar y enterarnos de lo que alrededor nuestro sucedía. Vivimos apartados del mundo noticioso, podía haber guerras o hambrunas o consecuencias aún peores de la desnaturalización humana pero eso a nosotras cuatro, poco importaba. Lo único válido era crecer juntas; quizá por ello jamás nos casamos ni tomamos votos de castidad, simplemente nos fuimos dejando arrastrar por la marea buena de cada estación fluctuante. Lo peor es que era divertido, lo sigue siendo. Eso ayuda a perder el tiempo, a quitarse ataduras que la vejez provee, a desinhibirse, precisamente, con la madre naturaleza.
Bien, mis padres, agobiados quizá por la edad, decidieron frenar su corazón casi al mismo tiempo, papá murió dos semanas después de que mamá lo hiciera, ambos setentones, con cuatro hijas, y perdonen la humildad, maravillosas. Eso pasó durante octubre de hace cuatro años, les lloramos mucho y están enterrados en un bello jardín que les hicimos en el patio trasero, mismo que da a la inevitable finca... pero me he desviado, sólo quiero contar la historia de un tlacuache y he metido incluso a mis tíos. Platicaré entonces sobre fobias; quiero acercarme al tema de forma delicada pues rara vez escribo sobre animales y no me gustaría que esto terminara siendo un homenaje fallido a Esopo, al que respeto con toda el alma, que conste: recuerdo con precisión aquella lectura que nos impuso papá, “el zorro y el colibrí”, ¿o era gorrión?, quizá más bien se trataba de una zorra y no un zorro y de un ave, dejémoslo en ave pues en gustos se rompen géneros, habrá que recordarlo más adelante; el caso es que uno de los dos se quería comer al otro, ahí sí no me pregunten cuál ni cómo ni por qué pues en esto de las libres interpretaciones uno nunca sabe las sorpresas que le esperan a la vuelta de la página. Aún así, me considero una buena lectora.
Las fobias (y las filias también, ¿por qué no?). Las fobias que nos envuelven en este detalle vivencial acaecido ayer por la noche devienen de un tiempo antiguo. De un día, para precisar, que a mi padre le dio por atrapar, enumerar, enfrascar en peceras hechizas y procurar serpientes venenosas y no tan venenosas. ¡Qué fastidio!, en fin, a eso me refiero con las filias. Entre mamá y Cristina, la mayor de mis hermanas, se encargaron de obligarlo mediante dialécticas poco decorosas a dejar en paz su pasatiempo: “somos nosotras o tus bichos” dictó ferozmente mi madre para finalizar la discusión, y papá, obediente a los mandatos femeninos, soltó al azar a cada uno de sus especimenes sin importarle siquiera que las condiciones fueran las adecuadas. Nadie durmió esa noche. Todas soñamos con reptiles gigantes que nos apretaban fuertemente el tórax. Margarita, la tercera en edad, fue la que más relajada estuvo, aunque tampoco pudo dormir debido a nuestros jadeos incesantes y gritos inconscientes de auxilio. No pasó nada, ni siquiera nuestro mosco-cliente nos picó, y yo, la paranoica, argumenté que eso se debía probablemente a que el insecto le temía a los ojos de aquellos animales rastreros... así pasamos toda la noche, despertándonos, contándonos los sueños, a veces riendo un tanto nerviosas de lo que aparecería en los titulares de nota roja al día siguiente. La mente es débil, al contrario de lo que muchos piensan, al menos cuando se trata de pensar en tu supervivencia, y no exagero, una vez me comentó un chico del MP (Matrimonio Problemático) que me pretendía, el caso de una anciana, madre de un hijo cuarentón, que al darse cuenta de que éste la envenenaba poco a poco para gozar pronto de su herencia, decidió suicidarse no sin antes cambiar el testamento a nombre de un hospital y de un gringo misterioso sin dejarle ni un centavo a su querido hijito criminal. La mente es débil ¿por qué demonios no lo mató a él en vez de quitarse la vida?, quizá ninguna madre podría hacer semejante atrocidad, eso es digno de aplauso y testimonio irrevocable de que ellas poseen las cuatro virtudes. La mente es hasta sucia, y divaga, conmigo divaga mucho.
Después de aquella experiencia, nuestro trato con los animales cambió por completo; en vez de acercarnos, conocerlos o ponerles música clásica para su gozo, nos alejamos con temor, desconfiadas de cualquier cotidianidad e implacables ante todo aquel que nos decía “hay que quererlos”. Nada de eso, seres repugnantes en esta casa no, nunca, ni aunque se hospede de abonado, y es que para ello hay razas, culturas diferentes que se cuecen por separado para no dejarnos mal sabor. A mí que no me llamen racista, adoro a los negros y maricas, bueno no los adoro ni les pongo altar, más bien les tolero, tolero su olor, tolero su esencia, tolero su pensar y hasta su modo de vestir tolero, soy mujer tolerante, por mareada que esté la palabrita. El chiste fundamental no es ése, ni tampoco lo es ponerse a pensar en utopías o en Itaca, lo único que pido es saberse acomodar según la cadena celestial nos lo dicta, y mejor no hablemos de religión pues me pongo ruda.
“La historia del tlacuache”, habrá que entrar a ella sin miramientos y sin mayor introducción. Ahora. No sin antes enterarlos (y ya que hablamos de cadenas) de cómo se compone actualmente mi familia. Cristina, 53 años, se encarga del cuidado de la cocina por ser la única que heredó los dones de mi madre, es vulnerable aunque recatada, sale muy poco de casa, virgen maltrecha –perdonando la expresión- y sumamente pulcra en sus acciones; un error por torpeza le arruina la tarde, un papel tirado la enerva. Compulsiva del orden. Ésa, de modo muy general es Cristi. Entonces nazco yo, con 49 agostos y Dios me libre de 50, de nombre Diana en honor a la bisabuela materna, odio describirme pero por papeleo y protocolo debo hacerlo aquí, soy muy nostálgica, algo floja y de dormires largos, desaliñada en imagen y con un par de orejas algo grandes, dicen que ése es uno de los defectos físicos que nos hacen ser atractivos. No estudié nada, ni siquiera la preparación ardua a la que nos sometió papá fue de mi agrado, desde pequeña me ha gustado la lectura, aprendí a escribir y a leer cuando tenía cinco, pero eso no viene al caso, también soy virgen, al menos hasta donde yo sé y no me interesa de momento cargar con un hombre a mis espaldas. Llega luego Margarita, la tercera en edad, tiene 47 y una hija de 25 años muy desagradable, producto de una calentura veraniega con MI chico del MP, semejante cabrón y ella toda tontita con la hormona esponjada por los 38 grados que había ese día cayó entera y le sembró a Margarita Segunda, menuda inteligencia para nombrar personas, desde entonces, le hablo poco, “tolero” pero no olvido, que queden bien diferenciados los casos, sin embargo, creo que cuando ambas estamos de buenas se producen pláticas agradables. A ella le gusta la tarde y su hija es el mejor escudo cuando de discusiones entre damas se trata, al menos la chica sabe defenderse, ahora estudia Psicología y eso se lo hemos reprochado todas ¿qué cree que nos está dando a entender?, a veces me siento como su ratón, observada “vamos a ver para dónde se mueve la tía si le damos un golpecito...aquí”, chistosita ella, lo peor de todo es que vive de nosotras, come con nosotras y hasta cartas juega con nosotras, eso sí, duerme con el novio que tiene pinta de comunista o cosas peores. Ahora que lo pienso, es muy probable que la chamaca haya tenido algo que ver con el tlacuache. Ya hasta los ojos me arden de tanto elucubrar y encima que ayer fue una noche fatídica... pero bueno. Cierro con Imelda, la menor, un amor, una dama, mi consentida, sé que no hay que hacer juicios de valor frente a tus hermanos pero eso a mí me vale, los hago porque lo creo conveniente para que las demás vayan sabiendo cómo debe comportarse una mujer. Imelda cumplió hace tres días la maravillosa edad de 40 años y por supuesto, fue un producto milagroso de mi madre, parto complicado, por cesárea, con ojos verdes y un porte que espantaba desde chiquilla, mujerona, me da gusto saberla de mi lado, y es que en las familias se forman bandos, por qué negarlo, bandos que incrementan con el pasar del tiempo los lazos... o los rompen, ésa es otra, los rompen, nos hacen amargados, silenciosos y explosivos; no ha sido nuestro caso pero hay que estar en todo. Mi hermanita es la mejor amiga que he tenido, la que me hace sonreír, la que incluso, hace quince años, en medio de una tormenta de septiembre durmió conmigo, como hace tanto no lo hacía, y nos quedamos calladas, mirándonos, viendo cuánto habían crecido nuestros cuerpos desde entonces y la lluvia no cesaba y Margarita no estaba pues fue invitada por su hija al Distrito a una exposición de su “amigo” el pintor y a Cristina el sueño siempre le ha parecido una bendición y...y... y nos quedamos dormidas con tanta historia y a las dos horas de estar ahí, recostadas, secreteando... en fin, no quiero perderme en lo que aquí nos reúne: la trágica aventura de nuestro querido mamífero marsupial nocturno, de movimientos tardos, pero muy trepador el condenado.
Estábamos viendo una película bastante inmadura y superflua sobre dinosaurios clonados a partir de la sangre rescatada de un mosquito fosilizado en ámbar y bla bla bla, la veíamos a medias pues ya era noche y yo me caía de sueño, Cris tejía mientras un enorme reptil devoraba a dos humanos de un bocado, hasta dónde ha llegado la insensibilidad por la muerte: ahora las niñas juegan con sus muñecas a que se matan por celos mientras una se queda congelada a la vez que crea un móvil de mariposas... será cosa de generaciones. Mago llegaba a la sala con leche tibia pues todas detestamos la frialdad que produce ese molesto escalofrío en las muelas y Mago Segunda se entretenía en uno de esos rompecabezas de 10 000 piezas con los que una se hace tonta pensando que algún día podrá colgarlo en su habitación (ni cabría) siendo ella la que nos había recomendado ver semejante atrocidad fílmica. Imelda no estaba, un abogado la invitó a cenar a la ciudad y era el chisme de la semana, hay que fijarse que si a los cuarenta todavía concretas una cita es porque algún atributo tendrás, pues ni muy ricas ni muy guapas las niñas Salcedo hemos salido. Recuerdo que un día nos llevaron a las cuatro, estando jovencitas, a un enorme salón de belleza para que nos acicalaran y dejaran impecables a la vista del hombre común, pero ni así; más bien acabamos siendo un espejo payaso de nuestra madre que hasta una foto nos tomó al lado de los estilistas que habían creado tal horror visual, yo lloré mucho, tendría 17 años y ni crear facciones podía con tales emplastes de gomina, maquillaje y colirio; Imelda era una muñeca rota de porcelanita pues al verme llorar, lloró (por impulsos, qué sé yo). Margarita se pensaba reina con disfraz de vuelta al auto y Cris trataba de esconder su rostro en el sombrerito mono que semanas atrás le habían comprado para usarlo únicamente en presencia de visitas; el resultado final: cuatro especimenes y dos padres orgullosos.
Hubo un momento, supongo sería el clímax, en el que tras el monitor se desarrollaba una vergonzosa persecución mal lograda en la que los héroes eran dos niños, uno blanquito y el otro más moreno, por aquello de la unión racial y la globalización latente. Yo había optado, a tales alturas de la escena, recostarme en el hombro de Cristina e irme quedando dormida cuando de pronto, un sobresalto, un grito de mi almohada y ya le veíamos correr hacia nosotras desinteresado de los rugidos de un tirano saurio. La sobrina empezó a reírse un tanto nerviosa mientras la mamá y sus dos tías hacíamos lo necesario para caber en un triste sillón de metro y medio con todo y piernas arriba. Era una zarigüeya bebé intentando atacarnos de frente, criatura horripilante, mezcla desastrosa de rata, canguro, puerco espín, oso hormiguero y castor. Cosa de miedo.
El jardinero nos dijo hace tiempo que esas rarezas muerden, y que lo hacen fuertemente si se sienten atosigadas o en peligro. También, aunque con otras palabras, palabras campestres pues, explicó que entran a las casas cuando huelen fruta... o pollos, comen pollos, no sé si lo hagan estando tan pequeños, pero de que comen, comen, y lo hacen sin parar, con el único deseo de destruir, reproducirse mejor y así seguir sembrando su malvada semilla de caos. El tlacuache es entonces como el Hombre, debiera antes revelar algunos secretos de la humanidad pero sería como escarbar en temas de menor trascendencia. El Hombre Universal se siente desconfiado hacia lo desconocido, hacia los grandes espacios oscuros y hacia los de su misma especie; de este modo, trata siempre de colocarse en el escalón más alto, el que lo quita de peligros terrenales convirtiéndolo en banalidad; cree que estando en las alturas puede referirse a cualquiera como si de microbio se tratara. Así es feliz. El tlacuache lo mismo; cree que estando a ras de suelo puede referirse a los de arriba como presa fácil. Por eso tanto robo, tanto asesinato, tanta inseguridad en las grandes urbes, siempre ocasionada por personas que han recibido una educación pobre y que ni siquiera en una mesa saben comportarse, ya no digamos cómo tomar los cubiertos. Si bien es cierto que no estudié, tampoco caigo en la ignorancia, y es que sólo es cuestión de ponerse un poco lógicos: el Hombre siempre quiere más ¿cómo actúa entonces el hombre que nada tiene?. Nuestro jardinero, por poner algún ejemplo preciso, pobrecillo pero no pasa de ser un inculto, aunque sepa más de plantas que un botánico. A veces se queda en una casita que le construimos en la entrada de la finca y da la casualidad que al otro día de pernoctar “para nuestro cuidado y buen dormir” siempre nos falta algo de la alacena, si no es azúcar, es frijol, harina e inclusive hasta aceitunas rellenas de anchoas nos han llegado a faltar, pero cómo correrle, si su familia es una tradición entre la nuestra y mis hermanas lo quieren tanto y su hijo es el único que sabe limpiar bien la plata que tenemos en el aparador de la sala y tiene un don de reproducción tan insoportable que es padre de nueve niños y su esposa está encinta (Yolanda, te hemos dicho miles de veces que cierres la fábrica, que tu marido se haga la vasectomía y que si no quiere se lo cortes, pero no, la Yola feliz mientras Pedro le siga empujando su “mágica varita”). Y es que ésa es otra, pareciera que en el país la mujer no se quiere, y los organismos encargados de cuidarla se niegan a emprender campañas educativas de planeación familiar, es eso, los problemas devienen desde la mala organización para los censos, nadie los ocupa y quien lo hace no sabe a ciencia cierta si los índices suben o bajan. Sólo siguen la corriente social de “burro el último”. Quizá por ello no me case nunca; no es que halla perdido las esperanzas, pero las mujeres de cincuenta parecieran asustar a cualquier macho roedor de cuerpos. Ahí aparece por fin la conexión que buscaba entre hombre (ya no Universal sino de género) y tlacuache. Ambos son roedores, traicioneros, sucios y con una apariencia total de los mil demonios.
Con las tres arriba del sillón y la niña Margarita ahora a carcajadas, el animal parecía sentirse a gusto, atraído por el sonido del televisor. Deambuló por toda la sala buscando esquinas calentitas ante el terror que cada instante nos carcomía con más fuerza los huesos y articulaciones dejándonos paralizadas. Habrá que repetir que no se trata de un ser veloz, todo lo contrario, sus movimientos inspirarían a una bailarina principiante o torpe. Habrá que suponer que estaba asustado por el bullicio que se generaba a raíz de su presencia. Mamá Mago salió corriendo de la habitación y decidida tomó una escoba del armario que para esas herramientas sirve, instintivamente se la aventó a su hija-escudo ordenándole con voz de frenesí que matara al marsupial. A regañadientes y con menos sonrisa que antes, la sobrina se aprestó a la primitiva labor mientras Cris y yo nos tomábamos de las manos; ni rezar era bueno: al cerrar los ojos podíamos perder de vista a la bestia, dejándola presta para el ataque frontal, sin mencionar que la confianza en Dios no estaba del todo bien en esas fechas debido a un incidente en la cocina que quemó mi poco pelo y casi rostiza las delicadas manos de Cristina; alguien dejó prendida la estufa y bueno, quizá se haya tratado de Imelda enamorada o de una broma más de nuestra chiquilla bufón, que ahora perseguía con desenfreno mas cautela al protagonista diminuto del evento. Una debe ser muy tonta como para no poder matar en un dos por tres a insignificante bicho doméstico, hasta yo deseaba pararme y enseñarle a esa muchacha cómo eran las cosas en casa. Hay días en que hace falta tratarla con mano dura, es durante estos tiempos que está pichoncita y todavía se deja. Pero para qué meterse en más problemas si ya con asegurar que la casa no se caiga nos basta y sobra. Cuidar de un hogar con finca no es cualquier enchilada. No deberían existir esas casualidades para una mujer que ya entra a la tercera edad, que no sabe defenderse sola de alguna adversidad y que lo único que le gusta es comer caramelos mientras lee algo de realeza extranjera. No es posible que ante ello, nadie se de cuenta de lo fácil que es sufrir, nadie alargue una mano amiga o al menos nos diga los buenos días. Eso me da coraje pues siempre hemos sido respetables, hasta cariñosas con los que nos gritan tontería y media por la calle o desean vernos muertas. Por que los hay, existen ese tipo de personas maliciosas y envidiosas que se entretienen en vernos morir lentamente. No es justo, cómo hacer que esos factores no me consuman, lo más difícil, cómo hacer que precisamente ello me haga más fuerte. Por eso no ayudé a la pequeña Margarita, de qué serviría si sólo soy una vieja con ganas de poder bajar del sillón e irme a la cama.
Nunca me ha gustado tenerme piedad. La lástima se la dejo a los inválidos de mente, ¿o debiera decir, de mente “con capacidades diferentes”?. Y es que una ya no sabe cómo hablar en estos días en que la civilidad se vuelve un arma de doble filo: si gritas, eres una histérica sin remedio, si callas, la más conformista, si por razones de peso, lloras, una débil y si te embarazas sin estar casada, sexo-servidora. ¿Margarita lo es?, al menos eso susurran afuera, en el mundo; qué se yo de esas cosas. Debiera decir que como negocio no está mal, hace una semana vi pasar a Dolores, la de la taquería, toda orgullosa en una camioneta de esas que hacen ahora para nosotras, automáticas. Eso me pone a pensar en el ridículo parámetro en el que la industria automotriz, al fin y al cabo lidereada por hombres, tiene a la mujer que es conductora. Es soez y ruin imaginar siquiera que las damas somos malas al volante. Ayer mismo, justo ayer leí en el diario local una estúpida estadística que pone a la mujer como el mayor riesgo en carreteras; el 83% de los accidentes automovilísticos es causado por el género femenino. Háganme ustedes el recabrón favor. Y no me excuso por la palabrota, ya está bueno de chingaderas machistas en pleno siglo XXI. Complejo siglo de desaires culturales.
Regreso a la génesis del intruso con garras que rompió mis nervios. Mi muy querida sobrinita Margarita Junior, Segunda o Salcedo –pa’l caso lo mismo- nunca llegó a asestarle un golpe con su escoba mágica a la vil criatura, que muy hija de Dios, pero muy fea la pobrecita. Así que sin más, desinteresada, bofa y torpe, luciendo con esmero su atroz anatomía, la peluda amiga de la noche, salió del cuarto y se dirigió a la cava, un obscuro y bien dotado escondite de antaño donde hoy coexisten vinos y conservas que en navidad preparamos todas. Nunca debió entrar ahí. Cavó su tumba. Ya imagino con complaciente comicidad el epitafio del tlacuache.
Nunca debió entrar ahí. Esa frase hecha y trillada me devuelve sin remedio algunos recuerdos de mi infancia. Yo no sabía que a los niños hay que hablarles con total franqueza y guiarlos, mas nunca dirigirlos, por el sinuoso camino que representa la vida misma. Y ahí el meollo, si los padres no prohibieran tanto a los hijos, éstos no harían tantas travesuras, lógica elemental, primaria; quiero decir, el punto está en el trato. Prohibido prohibir. Prohibido prohibir y así la Mago se embarazó, y así, gracias a Dios, perdió el comunismo, y así murieron tantos amarillos en el lugar aquel de la bomba de hongo, y así se ahogan los chiquillos en el río, y de esta forma las fronteras son cada día más cercanas, y así los desamores, el odio, la imprudencia, el desempleo, la inseguridad aderazada con violencia, y así el bendito, aunque siempre controversial, culto al dinero, y así el consumismo, la avaricia, el cinismo. Y así, y así, y así… y así no el miedo. Por vía del miedo prohibimos. El miedo, causa el accidente. Y el miedo mismo, rodeó al pequeño visitante y lo empujó, por catastrófico azar a la cava, hogar de su funesto destino.
2 años atrás, en una noche de junio, durante el cumpleaños de Cristina, toda solícita fui por más vino a la cava. Al prender el foco del lúgubre sitio y agacharme para poder entrar, noté un movimiento inquieto al fondo. Por reflejo, me alarmé y traté de salir presurosa dándome un golpe brusco en la cabeza; debí caer ahí, inconsciente, desprotegida, sólo oía un barullo muy lejano que quizá provenía de la cocina donde celebrábamos a mi hermana; al abrir los ojos, probablemente unos segundos después del incidente, percibí, aún estando adormilada, los ojos de una rata enorme: rojos, ojos atentos a mis movimientos, seductores incluso… no grité, ni sentí el más mínimo indicio de sobresaltarme; nos quedamos ahí, fijas las dos, escrutándonos, oliéndonos, precavidas aunque en trance, sin prisa, sin sentido. No hubo más, sería cosa de un minuto; lenta, la roedora volvió a su cálido rincón bajo la duela, parpadeé como tratando de espabilarme, tomé el reserva ’90, le soplé a su fría figura y lo llevé a la fiesta donde sería sacrificado en honor a Baco, no le conté a nadie del asunto; esa noche decidí divertirme hasta tarde, fui otra, conté chistes, hablé de política, degusté del postre que yo misma me aventuré a cocinar, lancé piropos a mis hermanas y jugué a los naipes con una de ellas hasta el amanecer.
Me levanté de cama pasado el mediodía y fui de nueva cuenta a la cava, al reencuentro con aquella sorprendente criatura, despejé la zona, y casi sin notarlo empecé a levantar la madera del piso, sacudí los rincones del diminuto cuarto, la buscaba a ella, estaba empecinada en volver a verla, en tocarla incluso. No paré durante tres días, lo hacía cuando nadie me veía para así ahorrarme las explicaciones. Nunca di con ella.
Mis noches se volvieron inseguras, volví a soñar con reptiles gigantes que me apretaban fuerte el tórax; los días desfilaron por su cuenta, funestos, aleatorios, sin esmero. El recuerdo de aquella noche de cumpleaños se hizo a cada instante más remoto. Hasta ayer. Ayer que apareció en mi memoria la reencarnación del miedo. “La única salida al miedo es afrontándolo”. Así que presta y segura como pocas veces, me alisté al escuadrón de exterminación, arrebaté la escoba que portaba Margarita y entré decidida al recobeco del vino, con violencia saqué de sus estantes mermeladas y licores, destrocé en pedazos cada olor a adrenalina, con mis manos, algo turbias y nerviosas, arranqué de sus clavos la duela, sometí mi figura al capataz interno y aniquilé mis vicios al temor, con mi arma, atravesé sus vísceras, grité mientras lo hacía, sentí placer al hacerlo, desquité esas ansias insomnes y antiguas.
Mago llegó silenciosa a la sala con galletas y leche tibia para todas. Vio los créditos en el monitor. – Buena la película ¿no? – Noté su estupor inmediato. Imelda me aventaba un aire fresco con su pañuelo y Cristina abría la ventana que dejaba entrar a la noche traicionera. Sólo pude reírme discreta mientras me llevaba la mano al pecho, donde ya el corazón me recibía con fuertes palpitadas.
Septiembre. 2mil5.
Bien, mis padres, agobiados quizá por la edad, decidieron frenar su corazón casi al mismo tiempo, papá murió dos semanas después de que mamá lo hiciera, ambos setentones, con cuatro hijas, y perdonen la humildad, maravillosas. Eso pasó durante octubre de hace cuatro años, les lloramos mucho y están enterrados en un bello jardín que les hicimos en el patio trasero, mismo que da a la inevitable finca... pero me he desviado, sólo quiero contar la historia de un tlacuache y he metido incluso a mis tíos. Platicaré entonces sobre fobias; quiero acercarme al tema de forma delicada pues rara vez escribo sobre animales y no me gustaría que esto terminara siendo un homenaje fallido a Esopo, al que respeto con toda el alma, que conste: recuerdo con precisión aquella lectura que nos impuso papá, “el zorro y el colibrí”, ¿o era gorrión?, quizá más bien se trataba de una zorra y no un zorro y de un ave, dejémoslo en ave pues en gustos se rompen géneros, habrá que recordarlo más adelante; el caso es que uno de los dos se quería comer al otro, ahí sí no me pregunten cuál ni cómo ni por qué pues en esto de las libres interpretaciones uno nunca sabe las sorpresas que le esperan a la vuelta de la página. Aún así, me considero una buena lectora.
Las fobias (y las filias también, ¿por qué no?). Las fobias que nos envuelven en este detalle vivencial acaecido ayer por la noche devienen de un tiempo antiguo. De un día, para precisar, que a mi padre le dio por atrapar, enumerar, enfrascar en peceras hechizas y procurar serpientes venenosas y no tan venenosas. ¡Qué fastidio!, en fin, a eso me refiero con las filias. Entre mamá y Cristina, la mayor de mis hermanas, se encargaron de obligarlo mediante dialécticas poco decorosas a dejar en paz su pasatiempo: “somos nosotras o tus bichos” dictó ferozmente mi madre para finalizar la discusión, y papá, obediente a los mandatos femeninos, soltó al azar a cada uno de sus especimenes sin importarle siquiera que las condiciones fueran las adecuadas. Nadie durmió esa noche. Todas soñamos con reptiles gigantes que nos apretaban fuertemente el tórax. Margarita, la tercera en edad, fue la que más relajada estuvo, aunque tampoco pudo dormir debido a nuestros jadeos incesantes y gritos inconscientes de auxilio. No pasó nada, ni siquiera nuestro mosco-cliente nos picó, y yo, la paranoica, argumenté que eso se debía probablemente a que el insecto le temía a los ojos de aquellos animales rastreros... así pasamos toda la noche, despertándonos, contándonos los sueños, a veces riendo un tanto nerviosas de lo que aparecería en los titulares de nota roja al día siguiente. La mente es débil, al contrario de lo que muchos piensan, al menos cuando se trata de pensar en tu supervivencia, y no exagero, una vez me comentó un chico del MP (Matrimonio Problemático) que me pretendía, el caso de una anciana, madre de un hijo cuarentón, que al darse cuenta de que éste la envenenaba poco a poco para gozar pronto de su herencia, decidió suicidarse no sin antes cambiar el testamento a nombre de un hospital y de un gringo misterioso sin dejarle ni un centavo a su querido hijito criminal. La mente es débil ¿por qué demonios no lo mató a él en vez de quitarse la vida?, quizá ninguna madre podría hacer semejante atrocidad, eso es digno de aplauso y testimonio irrevocable de que ellas poseen las cuatro virtudes. La mente es hasta sucia, y divaga, conmigo divaga mucho.
Después de aquella experiencia, nuestro trato con los animales cambió por completo; en vez de acercarnos, conocerlos o ponerles música clásica para su gozo, nos alejamos con temor, desconfiadas de cualquier cotidianidad e implacables ante todo aquel que nos decía “hay que quererlos”. Nada de eso, seres repugnantes en esta casa no, nunca, ni aunque se hospede de abonado, y es que para ello hay razas, culturas diferentes que se cuecen por separado para no dejarnos mal sabor. A mí que no me llamen racista, adoro a los negros y maricas, bueno no los adoro ni les pongo altar, más bien les tolero, tolero su olor, tolero su esencia, tolero su pensar y hasta su modo de vestir tolero, soy mujer tolerante, por mareada que esté la palabrita. El chiste fundamental no es ése, ni tampoco lo es ponerse a pensar en utopías o en Itaca, lo único que pido es saberse acomodar según la cadena celestial nos lo dicta, y mejor no hablemos de religión pues me pongo ruda.
“La historia del tlacuache”, habrá que entrar a ella sin miramientos y sin mayor introducción. Ahora. No sin antes enterarlos (y ya que hablamos de cadenas) de cómo se compone actualmente mi familia. Cristina, 53 años, se encarga del cuidado de la cocina por ser la única que heredó los dones de mi madre, es vulnerable aunque recatada, sale muy poco de casa, virgen maltrecha –perdonando la expresión- y sumamente pulcra en sus acciones; un error por torpeza le arruina la tarde, un papel tirado la enerva. Compulsiva del orden. Ésa, de modo muy general es Cristi. Entonces nazco yo, con 49 agostos y Dios me libre de 50, de nombre Diana en honor a la bisabuela materna, odio describirme pero por papeleo y protocolo debo hacerlo aquí, soy muy nostálgica, algo floja y de dormires largos, desaliñada en imagen y con un par de orejas algo grandes, dicen que ése es uno de los defectos físicos que nos hacen ser atractivos. No estudié nada, ni siquiera la preparación ardua a la que nos sometió papá fue de mi agrado, desde pequeña me ha gustado la lectura, aprendí a escribir y a leer cuando tenía cinco, pero eso no viene al caso, también soy virgen, al menos hasta donde yo sé y no me interesa de momento cargar con un hombre a mis espaldas. Llega luego Margarita, la tercera en edad, tiene 47 y una hija de 25 años muy desagradable, producto de una calentura veraniega con MI chico del MP, semejante cabrón y ella toda tontita con la hormona esponjada por los 38 grados que había ese día cayó entera y le sembró a Margarita Segunda, menuda inteligencia para nombrar personas, desde entonces, le hablo poco, “tolero” pero no olvido, que queden bien diferenciados los casos, sin embargo, creo que cuando ambas estamos de buenas se producen pláticas agradables. A ella le gusta la tarde y su hija es el mejor escudo cuando de discusiones entre damas se trata, al menos la chica sabe defenderse, ahora estudia Psicología y eso se lo hemos reprochado todas ¿qué cree que nos está dando a entender?, a veces me siento como su ratón, observada “vamos a ver para dónde se mueve la tía si le damos un golpecito...aquí”, chistosita ella, lo peor de todo es que vive de nosotras, come con nosotras y hasta cartas juega con nosotras, eso sí, duerme con el novio que tiene pinta de comunista o cosas peores. Ahora que lo pienso, es muy probable que la chamaca haya tenido algo que ver con el tlacuache. Ya hasta los ojos me arden de tanto elucubrar y encima que ayer fue una noche fatídica... pero bueno. Cierro con Imelda, la menor, un amor, una dama, mi consentida, sé que no hay que hacer juicios de valor frente a tus hermanos pero eso a mí me vale, los hago porque lo creo conveniente para que las demás vayan sabiendo cómo debe comportarse una mujer. Imelda cumplió hace tres días la maravillosa edad de 40 años y por supuesto, fue un producto milagroso de mi madre, parto complicado, por cesárea, con ojos verdes y un porte que espantaba desde chiquilla, mujerona, me da gusto saberla de mi lado, y es que en las familias se forman bandos, por qué negarlo, bandos que incrementan con el pasar del tiempo los lazos... o los rompen, ésa es otra, los rompen, nos hacen amargados, silenciosos y explosivos; no ha sido nuestro caso pero hay que estar en todo. Mi hermanita es la mejor amiga que he tenido, la que me hace sonreír, la que incluso, hace quince años, en medio de una tormenta de septiembre durmió conmigo, como hace tanto no lo hacía, y nos quedamos calladas, mirándonos, viendo cuánto habían crecido nuestros cuerpos desde entonces y la lluvia no cesaba y Margarita no estaba pues fue invitada por su hija al Distrito a una exposición de su “amigo” el pintor y a Cristina el sueño siempre le ha parecido una bendición y...y... y nos quedamos dormidas con tanta historia y a las dos horas de estar ahí, recostadas, secreteando... en fin, no quiero perderme en lo que aquí nos reúne: la trágica aventura de nuestro querido mamífero marsupial nocturno, de movimientos tardos, pero muy trepador el condenado.
Estábamos viendo una película bastante inmadura y superflua sobre dinosaurios clonados a partir de la sangre rescatada de un mosquito fosilizado en ámbar y bla bla bla, la veíamos a medias pues ya era noche y yo me caía de sueño, Cris tejía mientras un enorme reptil devoraba a dos humanos de un bocado, hasta dónde ha llegado la insensibilidad por la muerte: ahora las niñas juegan con sus muñecas a que se matan por celos mientras una se queda congelada a la vez que crea un móvil de mariposas... será cosa de generaciones. Mago llegaba a la sala con leche tibia pues todas detestamos la frialdad que produce ese molesto escalofrío en las muelas y Mago Segunda se entretenía en uno de esos rompecabezas de 10 000 piezas con los que una se hace tonta pensando que algún día podrá colgarlo en su habitación (ni cabría) siendo ella la que nos había recomendado ver semejante atrocidad fílmica. Imelda no estaba, un abogado la invitó a cenar a la ciudad y era el chisme de la semana, hay que fijarse que si a los cuarenta todavía concretas una cita es porque algún atributo tendrás, pues ni muy ricas ni muy guapas las niñas Salcedo hemos salido. Recuerdo que un día nos llevaron a las cuatro, estando jovencitas, a un enorme salón de belleza para que nos acicalaran y dejaran impecables a la vista del hombre común, pero ni así; más bien acabamos siendo un espejo payaso de nuestra madre que hasta una foto nos tomó al lado de los estilistas que habían creado tal horror visual, yo lloré mucho, tendría 17 años y ni crear facciones podía con tales emplastes de gomina, maquillaje y colirio; Imelda era una muñeca rota de porcelanita pues al verme llorar, lloró (por impulsos, qué sé yo). Margarita se pensaba reina con disfraz de vuelta al auto y Cris trataba de esconder su rostro en el sombrerito mono que semanas atrás le habían comprado para usarlo únicamente en presencia de visitas; el resultado final: cuatro especimenes y dos padres orgullosos.
Hubo un momento, supongo sería el clímax, en el que tras el monitor se desarrollaba una vergonzosa persecución mal lograda en la que los héroes eran dos niños, uno blanquito y el otro más moreno, por aquello de la unión racial y la globalización latente. Yo había optado, a tales alturas de la escena, recostarme en el hombro de Cristina e irme quedando dormida cuando de pronto, un sobresalto, un grito de mi almohada y ya le veíamos correr hacia nosotras desinteresado de los rugidos de un tirano saurio. La sobrina empezó a reírse un tanto nerviosa mientras la mamá y sus dos tías hacíamos lo necesario para caber en un triste sillón de metro y medio con todo y piernas arriba. Era una zarigüeya bebé intentando atacarnos de frente, criatura horripilante, mezcla desastrosa de rata, canguro, puerco espín, oso hormiguero y castor. Cosa de miedo.
El jardinero nos dijo hace tiempo que esas rarezas muerden, y que lo hacen fuertemente si se sienten atosigadas o en peligro. También, aunque con otras palabras, palabras campestres pues, explicó que entran a las casas cuando huelen fruta... o pollos, comen pollos, no sé si lo hagan estando tan pequeños, pero de que comen, comen, y lo hacen sin parar, con el único deseo de destruir, reproducirse mejor y así seguir sembrando su malvada semilla de caos. El tlacuache es entonces como el Hombre, debiera antes revelar algunos secretos de la humanidad pero sería como escarbar en temas de menor trascendencia. El Hombre Universal se siente desconfiado hacia lo desconocido, hacia los grandes espacios oscuros y hacia los de su misma especie; de este modo, trata siempre de colocarse en el escalón más alto, el que lo quita de peligros terrenales convirtiéndolo en banalidad; cree que estando en las alturas puede referirse a cualquiera como si de microbio se tratara. Así es feliz. El tlacuache lo mismo; cree que estando a ras de suelo puede referirse a los de arriba como presa fácil. Por eso tanto robo, tanto asesinato, tanta inseguridad en las grandes urbes, siempre ocasionada por personas que han recibido una educación pobre y que ni siquiera en una mesa saben comportarse, ya no digamos cómo tomar los cubiertos. Si bien es cierto que no estudié, tampoco caigo en la ignorancia, y es que sólo es cuestión de ponerse un poco lógicos: el Hombre siempre quiere más ¿cómo actúa entonces el hombre que nada tiene?. Nuestro jardinero, por poner algún ejemplo preciso, pobrecillo pero no pasa de ser un inculto, aunque sepa más de plantas que un botánico. A veces se queda en una casita que le construimos en la entrada de la finca y da la casualidad que al otro día de pernoctar “para nuestro cuidado y buen dormir” siempre nos falta algo de la alacena, si no es azúcar, es frijol, harina e inclusive hasta aceitunas rellenas de anchoas nos han llegado a faltar, pero cómo correrle, si su familia es una tradición entre la nuestra y mis hermanas lo quieren tanto y su hijo es el único que sabe limpiar bien la plata que tenemos en el aparador de la sala y tiene un don de reproducción tan insoportable que es padre de nueve niños y su esposa está encinta (Yolanda, te hemos dicho miles de veces que cierres la fábrica, que tu marido se haga la vasectomía y que si no quiere se lo cortes, pero no, la Yola feliz mientras Pedro le siga empujando su “mágica varita”). Y es que ésa es otra, pareciera que en el país la mujer no se quiere, y los organismos encargados de cuidarla se niegan a emprender campañas educativas de planeación familiar, es eso, los problemas devienen desde la mala organización para los censos, nadie los ocupa y quien lo hace no sabe a ciencia cierta si los índices suben o bajan. Sólo siguen la corriente social de “burro el último”. Quizá por ello no me case nunca; no es que halla perdido las esperanzas, pero las mujeres de cincuenta parecieran asustar a cualquier macho roedor de cuerpos. Ahí aparece por fin la conexión que buscaba entre hombre (ya no Universal sino de género) y tlacuache. Ambos son roedores, traicioneros, sucios y con una apariencia total de los mil demonios.
Con las tres arriba del sillón y la niña Margarita ahora a carcajadas, el animal parecía sentirse a gusto, atraído por el sonido del televisor. Deambuló por toda la sala buscando esquinas calentitas ante el terror que cada instante nos carcomía con más fuerza los huesos y articulaciones dejándonos paralizadas. Habrá que repetir que no se trata de un ser veloz, todo lo contrario, sus movimientos inspirarían a una bailarina principiante o torpe. Habrá que suponer que estaba asustado por el bullicio que se generaba a raíz de su presencia. Mamá Mago salió corriendo de la habitación y decidida tomó una escoba del armario que para esas herramientas sirve, instintivamente se la aventó a su hija-escudo ordenándole con voz de frenesí que matara al marsupial. A regañadientes y con menos sonrisa que antes, la sobrina se aprestó a la primitiva labor mientras Cris y yo nos tomábamos de las manos; ni rezar era bueno: al cerrar los ojos podíamos perder de vista a la bestia, dejándola presta para el ataque frontal, sin mencionar que la confianza en Dios no estaba del todo bien en esas fechas debido a un incidente en la cocina que quemó mi poco pelo y casi rostiza las delicadas manos de Cristina; alguien dejó prendida la estufa y bueno, quizá se haya tratado de Imelda enamorada o de una broma más de nuestra chiquilla bufón, que ahora perseguía con desenfreno mas cautela al protagonista diminuto del evento. Una debe ser muy tonta como para no poder matar en un dos por tres a insignificante bicho doméstico, hasta yo deseaba pararme y enseñarle a esa muchacha cómo eran las cosas en casa. Hay días en que hace falta tratarla con mano dura, es durante estos tiempos que está pichoncita y todavía se deja. Pero para qué meterse en más problemas si ya con asegurar que la casa no se caiga nos basta y sobra. Cuidar de un hogar con finca no es cualquier enchilada. No deberían existir esas casualidades para una mujer que ya entra a la tercera edad, que no sabe defenderse sola de alguna adversidad y que lo único que le gusta es comer caramelos mientras lee algo de realeza extranjera. No es posible que ante ello, nadie se de cuenta de lo fácil que es sufrir, nadie alargue una mano amiga o al menos nos diga los buenos días. Eso me da coraje pues siempre hemos sido respetables, hasta cariñosas con los que nos gritan tontería y media por la calle o desean vernos muertas. Por que los hay, existen ese tipo de personas maliciosas y envidiosas que se entretienen en vernos morir lentamente. No es justo, cómo hacer que esos factores no me consuman, lo más difícil, cómo hacer que precisamente ello me haga más fuerte. Por eso no ayudé a la pequeña Margarita, de qué serviría si sólo soy una vieja con ganas de poder bajar del sillón e irme a la cama.
Nunca me ha gustado tenerme piedad. La lástima se la dejo a los inválidos de mente, ¿o debiera decir, de mente “con capacidades diferentes”?. Y es que una ya no sabe cómo hablar en estos días en que la civilidad se vuelve un arma de doble filo: si gritas, eres una histérica sin remedio, si callas, la más conformista, si por razones de peso, lloras, una débil y si te embarazas sin estar casada, sexo-servidora. ¿Margarita lo es?, al menos eso susurran afuera, en el mundo; qué se yo de esas cosas. Debiera decir que como negocio no está mal, hace una semana vi pasar a Dolores, la de la taquería, toda orgullosa en una camioneta de esas que hacen ahora para nosotras, automáticas. Eso me pone a pensar en el ridículo parámetro en el que la industria automotriz, al fin y al cabo lidereada por hombres, tiene a la mujer que es conductora. Es soez y ruin imaginar siquiera que las damas somos malas al volante. Ayer mismo, justo ayer leí en el diario local una estúpida estadística que pone a la mujer como el mayor riesgo en carreteras; el 83% de los accidentes automovilísticos es causado por el género femenino. Háganme ustedes el recabrón favor. Y no me excuso por la palabrota, ya está bueno de chingaderas machistas en pleno siglo XXI. Complejo siglo de desaires culturales.
Regreso a la génesis del intruso con garras que rompió mis nervios. Mi muy querida sobrinita Margarita Junior, Segunda o Salcedo –pa’l caso lo mismo- nunca llegó a asestarle un golpe con su escoba mágica a la vil criatura, que muy hija de Dios, pero muy fea la pobrecita. Así que sin más, desinteresada, bofa y torpe, luciendo con esmero su atroz anatomía, la peluda amiga de la noche, salió del cuarto y se dirigió a la cava, un obscuro y bien dotado escondite de antaño donde hoy coexisten vinos y conservas que en navidad preparamos todas. Nunca debió entrar ahí. Cavó su tumba. Ya imagino con complaciente comicidad el epitafio del tlacuache.
Nunca debió entrar ahí. Esa frase hecha y trillada me devuelve sin remedio algunos recuerdos de mi infancia. Yo no sabía que a los niños hay que hablarles con total franqueza y guiarlos, mas nunca dirigirlos, por el sinuoso camino que representa la vida misma. Y ahí el meollo, si los padres no prohibieran tanto a los hijos, éstos no harían tantas travesuras, lógica elemental, primaria; quiero decir, el punto está en el trato. Prohibido prohibir. Prohibido prohibir y así la Mago se embarazó, y así, gracias a Dios, perdió el comunismo, y así murieron tantos amarillos en el lugar aquel de la bomba de hongo, y así se ahogan los chiquillos en el río, y de esta forma las fronteras son cada día más cercanas, y así los desamores, el odio, la imprudencia, el desempleo, la inseguridad aderazada con violencia, y así el bendito, aunque siempre controversial, culto al dinero, y así el consumismo, la avaricia, el cinismo. Y así, y así, y así… y así no el miedo. Por vía del miedo prohibimos. El miedo, causa el accidente. Y el miedo mismo, rodeó al pequeño visitante y lo empujó, por catastrófico azar a la cava, hogar de su funesto destino.
2 años atrás, en una noche de junio, durante el cumpleaños de Cristina, toda solícita fui por más vino a la cava. Al prender el foco del lúgubre sitio y agacharme para poder entrar, noté un movimiento inquieto al fondo. Por reflejo, me alarmé y traté de salir presurosa dándome un golpe brusco en la cabeza; debí caer ahí, inconsciente, desprotegida, sólo oía un barullo muy lejano que quizá provenía de la cocina donde celebrábamos a mi hermana; al abrir los ojos, probablemente unos segundos después del incidente, percibí, aún estando adormilada, los ojos de una rata enorme: rojos, ojos atentos a mis movimientos, seductores incluso… no grité, ni sentí el más mínimo indicio de sobresaltarme; nos quedamos ahí, fijas las dos, escrutándonos, oliéndonos, precavidas aunque en trance, sin prisa, sin sentido. No hubo más, sería cosa de un minuto; lenta, la roedora volvió a su cálido rincón bajo la duela, parpadeé como tratando de espabilarme, tomé el reserva ’90, le soplé a su fría figura y lo llevé a la fiesta donde sería sacrificado en honor a Baco, no le conté a nadie del asunto; esa noche decidí divertirme hasta tarde, fui otra, conté chistes, hablé de política, degusté del postre que yo misma me aventuré a cocinar, lancé piropos a mis hermanas y jugué a los naipes con una de ellas hasta el amanecer.
Me levanté de cama pasado el mediodía y fui de nueva cuenta a la cava, al reencuentro con aquella sorprendente criatura, despejé la zona, y casi sin notarlo empecé a levantar la madera del piso, sacudí los rincones del diminuto cuarto, la buscaba a ella, estaba empecinada en volver a verla, en tocarla incluso. No paré durante tres días, lo hacía cuando nadie me veía para así ahorrarme las explicaciones. Nunca di con ella.
Mis noches se volvieron inseguras, volví a soñar con reptiles gigantes que me apretaban fuerte el tórax; los días desfilaron por su cuenta, funestos, aleatorios, sin esmero. El recuerdo de aquella noche de cumpleaños se hizo a cada instante más remoto. Hasta ayer. Ayer que apareció en mi memoria la reencarnación del miedo. “La única salida al miedo es afrontándolo”. Así que presta y segura como pocas veces, me alisté al escuadrón de exterminación, arrebaté la escoba que portaba Margarita y entré decidida al recobeco del vino, con violencia saqué de sus estantes mermeladas y licores, destrocé en pedazos cada olor a adrenalina, con mis manos, algo turbias y nerviosas, arranqué de sus clavos la duela, sometí mi figura al capataz interno y aniquilé mis vicios al temor, con mi arma, atravesé sus vísceras, grité mientras lo hacía, sentí placer al hacerlo, desquité esas ansias insomnes y antiguas.
Mago llegó silenciosa a la sala con galletas y leche tibia para todas. Vio los créditos en el monitor. – Buena la película ¿no? – Noté su estupor inmediato. Imelda me aventaba un aire fresco con su pañuelo y Cristina abría la ventana que dejaba entrar a la noche traicionera. Sólo pude reírme discreta mientras me llevaba la mano al pecho, donde ya el corazón me recibía con fuertes palpitadas.
Septiembre. 2mil5.
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