lunes, 10 de marzo de 2014

La gente se muere


Infusión 
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Rescatado del espasmo de sentirse vivo murió Santiago la mañana que decidió cambiarlo todo: cuerpo, mente, espíritu, dieta de drogas, gustos musicales, pasajeras pasiones por la pesca y el modelaje sin alambre en plastilina; cambiarlo todo –pensó- y se murió.

     Apenas seis días atrás bebía licor de naranja al lado de una treintena de personas que lo amaban. Lo querían por tibio y por saber escuchar con calma y sin prejuicios. (Paolita, una antigua compañera de la universidad le había dicho a Santiago -durante un masaje antes de una clase de semiótica- que estaba destinado a ser querido por su cuello en calma: ¡siempre estás tan tranquilo, Santi!) 

     Quién iba a pensar sobre la madrugada y el baile, sobre los besos robados y otros abrazos cariñosos que partió y repartió entre comensales esa noche, quién iba a pensar sobre las últimas copas del alba, quién iba a pensar que Santiago iba a morirse así de pronto por querer cambiarlo todo.

     La gente se muere, murmuró Esteban durante el sepelio. La gente que está más viva también es la que más condenada está a morirse; al menos eso han escrito muchos romanceros sobre la fútil existencia de tantos amigos caídos. (Esteban siempre creyó saberle leer las plantas de los pies a Santiago: amigos y hermanos como ellos son atestigüados sólo de cuando en vez y en esas veces se topa uno con la mirada envidiosa que a otros se nos sale desde adentro. Así de lujosa es la amistad.) / Sí, puede ser que lleve razón Esteban: la gente se muere, y la Tierra, aún tan inexplorada, sigue quedándose virgen.

     Ese sábado a las diez ya habían nacido los mirlos en el avellanar del bosque contiguo a esa casa de madera que antaño diera cobijo a muchos otros escultores mexicanos. Cuernavaca en abril es especialmente asombrosa en luces y rellanos de sombras por donde se escurren buganvilias, y los muros blancos parecen de pronto más blandos. 

     Allí se fue a extinguir apenas pisados los 40. Embolia, dijeron dos periódicos que quisieron destinarle una nota sin foto en interiores a uno de los más grandes labradores de granito que diera este asombroso país en el último siglo.

     De la muerte quedan escuetas palabras; parece que al lenguaje se lo llevan las hormigas en pequeños pedazos de calidez y lontananza: se dijo lo dicho en la distancia y sólo en el recuerdo se siguen cocinando a fuego lento las frases de los muertos. Calidez y lontananza que encontró Santiago a través de la gubia y el martillo.

     Y le quitaron eso por querer cambiarlo todo. Dios, o el diablo, o el aguarrás, o los pulmones defectuosos de su niñez, el polen, o la desgana. Sus miedos, sus resacas, sus obscuras ambiciones, ¡sus terribles decepciones le abrieron el pecho!, y ya sin alas mutiladas, lo tiraron al piso de un solo golpe. 

     Frialdad de sicario la que tienen nuestros vicios. 

     Yacido en su estudio, cara al suelo y con la nariz rota, sólo siguieron con vida los acordes que Brad Mehldau aventaba desde las poderosas bocinas que le había regalado su padre bien entrados los años 70. Nada quedaba de Santiago: ni su obra “inmortal”, ni su voz de trueno, ni el tintinar de hielos en su eterno old fashion con ginebra.

     Qué dimensiones notorias le ponemos al fin de nuestra vida ¡y siempre es a solas!, siempre sufrida, siempre sin ruido final aparatoso, tan de apagón, siempre sencilla, de ida sin vuelta, de vuelta a la base.

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La foto
parecida a cualquier end of the line que hayamos explorado, 
es de Leigh Louey Gung

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