Infusión
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En el jardín
se queman las sorpresas, le dijo inexpresivo Antonio a su hija de cinco años.
Ella no entendió que su padre, llevado por la escasez sentimental y el brandy
barato, jugaba con el lenguaje de formas arteras: "en el jardín se queman
las sorpresas" era una suerte de "¿por qué no te inmolas junto a ese
árbol?".
Su hija
deviene del sexo que ese agosto y sin condón practicaba por rutina con una
compañera regordeta de intercambio, chilena, que sus padres aceptaron para
hacerse de un poquito de dinero y poder techar al fin el traspatio. Es todo;
así de elemental se le sigue yendo la vida a Antonio.
Sin embargo,
Antonio, hoy con 22, continúa imaginando (durante las sequías de mayo) cómo
detener los incendios que azotan al bosque que mira ensoñado todas las mañanas
desde los amplios ventanales de su habitación. Tan grande ese bosque. De niebla,
le llaman en sus vientos: caducifolio, frondoso, bajito. Él prefiere llamarlo Rainforest desde que leyó el término en una revista ilustrada de la National Geographic. Tiene
sus cosas Antonio, como todos.
Pues eso; ha
malgastado siete años yendo a cursos con instancias forestales que le indican
que "esos incendios, Antonio, son parte vital del bosque". Y él no
comprende. "Esos incendios traerán de forma natural un equilibrio en ese
bosque, Antonio; te lo hemos dicho". Y él no comprende. ¿Por qué tendría
que comprender además lo incomprensible? Serán cosas de dinero y de gobierno,
seguramente es eso.
Y es que
debiera usted saber, taciturno lector, que el muchacho fue soldado del bosque
antes de ser papá: guardia forestal. Lo uniformaron, le expidieron una licencia
para mantener a raya a los taladores ilegales, incluso hubo un corto tiempo que
montó una moto de montaña para poder recorrer las grandes extensiones de la
reserva. Fue feliz allí, sin más adicción que el sonido del viento minándose
entre olmos y (a mayor altura) pinares.
Fue muy
feliz allí, debiera precisar. Usaba todo el tiempo unos auriculares preciosos
sin cables, caros y ergonómicos, autoajustables en volumen, impresionantes. Y
la música generaba en él tanto gozo, tanto placer colosal, inconmensurable e
infinito, que al final de la jornada se sentaba al borde de un barranco desde
donde podía admirar la gracia eterna de Dios (Gracia con mayúscula inicial, me
dicta la conciencia) y sacaba una cinta de su mochila que había grabado
repitiendo la misma canción una y otra vez: Conferring with the moon, de
William Ackerman.
Entonces se
abrochaba el rompevientos y la cara se le hinchaba lentamente por el frío, las
estrellas, los grillos, las cigarras, el rocío sobre los pastos, la mirada, ¡el
alma misma enhiesta de felicidad y silencio! Todo el universo en sus ojos, toda
la entraña natural de ese Rainforest: lagos lejanos vueltos presas, riachuelos en
los que calman su sed algunos caballos salvajes, cabañas de las que se
desprende un humo con sabor a café y a canela, ciénagas creadas ex profeso para sexo salvaje entre ranas
y sapos, tímidas luces provocadas por cientos de luciérnagas en época de
apareamiento, zorros arrullando a sus cachororos, líneas celestiales
verdiazules para pedir cien mil deseos...
¡Y allí se
pasaba la noche entera durante sus vacaciones un guardia forestal de quince
años! Inaudito. Y los padres felices que nunca lo querían cerca; pero esa es
otra historia más cargada de lugares comunes y pocas imágenes que remitan a la
naturaleza. A que es bonito lo anterior ¿no? El bosque, la musiquita, los
insectos, la introspección como una metáfora de plenitud de arroyos en calma. Sí. Definitivo. Muy bello.
Pues eso,
asustadizo leyente, eso se terminó el día que su madre decidió que Dafne
llegara desde Chile a dormir a su casa durante el verano con su candente y nada
despreciable voluptuosidad y cargando dos senos hermosos por descomunales y
gigantes por escasos en decoro. Eso, o ella, a dormir a casa en el cuarto
contiguo al de un chico de 17 años con mucho acné. Y listo: sexo perpetuo,
experimentación acústica, y nueve meses después una hija para Antonio. Y para Dafne,
por supuesto, quien se vio forzada por sus padres a vivir en México y a seguir
engordando.
Sí, el
último párrafo ha sido deliberadamente misógino pero había que entender la
penosa situación para que ayer Antonio pidiera a su hija de cinco años, bajo
poéticas formas si se quiere, que se prendiera fuego en el jardín. Seguimos siendo
egocéntricos. Ese es el problema.
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La asombrosa foto es de John McColgan,
del Alaska Fire Service
< veinticinco >
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