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Esa noche lluviosa en el auto. Los semáforos dispuestos a ensombrecer mi puntualidad religiosa y apoltronada en la necedad de aparecerme siempre a tiempo a no sé dónde. La tonada espontánea de las guitarras viejas de Memphis que me caló bien hondo (y sin notarlo) en cada hueso frío de mis manos que empezaron a pespuntear las notas torpemente sobre el volante inmóvil. Soledad de guerrero viejo, quizá. Andamios de nube. Y subí el volumen.
Luego repetí, puse atención; había luces fragmentadas en el parabrisas hinchado de gotas. Me sentí feliz e insensato, pobremente dichoso. Es la eterna melancolía que rodea mis instantes de autoternura. Es la forma fácil en la que me complazco por derecho a lo íntimo. Es también, mi nueva vida en pareja y todas las sensaciones que me provoca el paso del tiempo en mis ojos enrojecidos. Es el melodrama diario que me cabe justo en el retrovisor. Los pitidos, insistentes, para que avance, siga la rutina, llegue a donde deba y baje silencioso a establecer sistemáticamente los movimientos que me traerán tarde o temprano a aquí, a este mismo asiento donde se revelan las canciones tristes.
Yo también he estropeado sus días libres. Mi madre tampoco espera a alguien; y yo, Quique escúchame, al igual que tú, necesito entrar en los sueños de alguien.
Sin embargo, y dejándome de estos esotéricos placeres del sufrimiento ajeno, digo aquí: a ella sí se le corre el rimel, y el Central, ese bellísimo cafecito madrileño donde alguna vez declamé con Krahe, nunca ha sido mi sitio de descanso. Hasta aquí por hoy, mañana será distinto y quizá, cursi de dos pesos, quede tiempo para mí.
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viernes, 5 de marzo de 2010
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