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Play
a.
Brindan viento más que miseria los nuevos tiempos. Me otorgan las medias horas más cortas y la volátil sensación de encaminarme hacia la nube aquella que luego se convierte en agua y nada y surfista y sal y playa y viento. Ciclos de viento; mar adentro, peces y pescados: batalla absurda de los nuevos tiempos.
b.
Los idílicos nuevos tiempos siguen buscando soluciones matemáticas perfectas, creaciones abstractas o sinopsis derivadas para argumentarme, al fin, gloriosos, que debo dar la cara por ellos. ¡Ha llegado nuestra hora!, me gritan desde adentro. Pobres nuevos tiempos, supongo pobres: los números no existen, son creaciones abstractas de sinopsis derivadas del encuentro entre el Hombre con su espacio y /adivinaste/ tiempo. O, lo que es lo mismo: los nuevos tiempos se andan buscando a sí mismos sin notar que en mi mundo interior no hay espejos. Glup. Catástrofe, diríamos por negar cualquier cosa; yo /mira tú/ me quedo más bien (en principio) con la siempre vigente, y sin embargo difamada, idea de la reencarnación.
c.
La reencarnación, torpe anzuelo despuntado para peces a dieta, sugiere re-evolución de nuevos tiempos. Casi lo de siempre /mira/: la reencarnación, partiendo del concepto estipulado en diccionarios de la metafísica y en los clubes privados de los top ten millionaires, no va más allá de plantear, eternamente, segundas oportunidades. Nuevos horarios, nuevas rutinas, nuevos delitos, nueva carcasa para motores viejos. El alma, esta alma motorizada que hoy nos ocupa atender, se queda igual. Siempre obsoleta, llegando tarde, limpiándose los mocos, ofreciendo disculpas a quien se le cruce en el camino. No hay discusión al respecto /creo yo, verás/; es decir, pienso, o elucubro o me malgasto, que el reencarnado quiere engañar a gente que ha dejado de creer: torpe anzuelo despuntado para peces a dieta. El reencarnado - no corregirá – nada.
d.
Porque no hay nada que corregir /muchacho, no has entendido/. Datos duros: el Hombre es el lobo del Hombre, y el alma, cochinita con pezones quebradizos, lo amamanta. O, si me apresuro, el alma es la loba paranoica de la que todos los minutos bebemos gotas de leche agria.
e.
Somos lodo, entonces. Basura sideral caída en la Tierra por suerte de principiantes. O somos menos, somos restos del planeta aquel que destruimos por miedo a perder el alma. O somos más, somos la imperfecta dualidad entre el querer y el poder que no se decide a destruirse, a costa de salvarse a sí. Al final, prefiero la redención, y si la redención significa "nuevos tiempos", nos estamos tardando demasiado en empezar a construir espejos.
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Machine boy: Kevin Carter
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miércoles, 1 de diciembre de 2010
miércoles, 13 de octubre de 2010
Islas particulares
< (Alegoría de la búsqueda)
Es tarde, pero menos tarde para mí que para los famas;
para los famas es cinco minutos más tarde,
llegarán a sus casas más tarde,
se acostarán más tarde.
Yo tengo un reloj con menos vida,
con menos casa y menos acostarme,
yo soy un cronopio desdichado y húmedo.
Tristeza del Cronopio; Julio Cortázar
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Disquisición
Estamos solos >
Somos vagabundos > Menos
Fragmentos de alguien más
Todo lo que no quisimos
La herida, el dios, la cura, el mal
Somos la paz y el sueño > piel sin dueño
Ni creamos ni arruinamos
Sólo estamos solos
Corren, agitados, los 90.
5:52 a.m.
Despunta el alba. New York ya está excitada; en sus calles hay humo, basura, gente de negro, de azul, de guinda. Hay gente corriendo con tremendas serpientes negras conectadas a sus oídos. Hay gente hablando sola, quebrándose la voz ante un microchip gigante. Hay gente y no testigos. Gente desierta, poca gente, multitudes, islas privadas, particulares. Y en medio de esas tierras ignotas, mar adentro, luz impropia, hay más gente: cortando palmeras, prendiendo las fogatas, apagando esperanzas, naufragando ensimismada… como si no quisiera salvarse, como si de pronto cada avión que surca el cielo fuera intruso de la soledad… de su consuelo.
Despunta el alba y New York está maltrecha. Es victimaria de pasados, es ciudad asustada. Es calma, y yace sola. Afuera hay gas de traspatios y cocinas chinas, nubes remotas, bicicletas aparcadas bajo charcos, cuatro estudiantes, dos prostitutas, siete abogados, cinco vecinos que salen de sus casas sin mirarse. Otro que se queda en cama, que vive ajeno a lo ajeno, que, surrealista, desempaña el cristal que da a la avenida, otro (o ese mismo) que da los buenos días a su hija adoptiva (luego amante y hoy esposa).
Woody no quiere bañarse, no quiere opacar a su impúdica persona. Debe estar en el set a las 12. Hay una escena que lo vuelve loco: Sean Penn tocando su guitarra de juguete encaramado en una media luna a manera de columpio. Debe llamar a Keith, le dijo que el bar que había ubicado para tales fines cerró en diciembre… y ya es febrero. Y Woody se vuelve loco, y Woody no quiere bañarse.
Soon-Yi mira el televisor despreocupada: avisan del tráfico en la 5ta. Él, sin embargo, la observa atento; quiere darle un beso en su nariz; es más la pereza. Ya no recuerda a Mia Farrow, ni sus ojos, ni sus pechos, ni sus glúteos (ya no hablemos de actuaciones). Quizá se decidió muy tarde por Soon-Yi. Se siente viejo, a veces estorbo; cavila, acomoda sus lentes de armazón de pasta, icónicos, decide por fin levantarse; ser otra vez cronopio.
>>>
6:29 p.m.
Cae la tarde a trote lento sobre Fairbanks. El sol blanquecino de febrero recorre con implacable tibieza toda la cordillera sur de Alaska. Los osos se han ido; regresarán con el verano. Christopher McCandless abre un libro magullado: tapa blanda, hojas sueltas, amarillas, subrayadas, con acotaciones sobre los márgenes. Feliz retrato del lector indiferente. McCandless lee a Jack London. “La llamada de la selva” le produce espasmos notorios en la garganta; es un libro enérgico, de los que no ceden ni un minuto ante la impaciencia y la incertidumbre. Es, además, una obra ambivalente: el misterio revelado de un muchacho que reta a su espíritu y se obsequia soledad absoluta fuera de favores citadinos, lejos de urbes inmensas, más allá de esa psique colectiva que nunca entiende.
Christopher detiene su lectura, arroja el ejemplar impreso al suelo de metal y mira quieto el horizonte. Han pasado casi dos años desde aquel abril en que dejó la casa huyendo de sus padres y de las obligaciones morales, estéticas y posmodernas que los colegas suelen depositarle a un recién graduado en Historia. Cambió su nombre por Alex, y no planea volver. Ha caminado tanto… y está tan exhausto… y se siete al fin tan pleno.
Hace dos meses llegó a un paraje desolado cerca del Parque Nacional Denali y allí tuvo a bien encontrarse con un autobús abandonado; lo convirtió en mansión de epicúreos, se propinó una dieta de hierbas y frutillas, y vive con sus libros, un saco de dormir y una sartén oxidada donde hierve el agua que toma de un río vecino. Ha aprendido a hacer el fuego, se ha divertido cazando liebres, y se sabe de memoria algunos versos de Robinson Jeffers. Christopher mira quieto el horizonte, y recuerda a su madre. Nota que quiere un abrazo. Llora un poco sobre su piel, seca por el frío inclemente. Se espabila, baja del autobús, grita a todo pulmón. Nadie responde. Nunca oscurece.
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11:47 p.m.
Emmet afina una Parlour. Cada una de las seis cuerdas se convierte en un reto, en una obligación de perfección que a toda costa lo orilla a humillarse. Emmet es descuidado, ya rompió la cuarta y no le quedan más. Se termina su cigarro, sacude su cabello, camina metódico al espejo (trata de alejarse de sí mismo y acude al espejo; ¿a quién se le ocurre?, ¿a quién que no seas tú? Eres despiadado Emmet Ray, eres anodino hasta contigo). Emmet enfurece y rompe el espejo, hace pedazos la memoria, evoca a Paris, a los tugurios clandestinos, a las casas de chansone, al gorrión Edith, al popular Django Reinhardt. Siente náuseas, comienza a salivar: se entera al fin de su inexistencia. Es consecuencia de un retardado guión que tiene a medio estudio enfurecido.
Hace muy poco apareció en los sueños de Woody. Estaba interpretando, como nunca, “I’ll see you in my dreams” de Gus Kahn. Muchas señoritas lo miraban embelesadas, él se relamía los bigotes y socarronamente sonreía. Pensaba en escoger a alguna dama distraída y con pecas luego de terminar la tanda, y desearle amor eterno, y llevársela a la cama.
Pero Woody despertó; aunque le gusta el erotismo, despertó. Tenía fiebre, hacía calor y Soon-Yi estaba en el set. Por vez primera, Woody temió. Temió de verdad (no era el nervioso aquel que se estrella en los muros, no era hipocondríaco, no era actor, ni director, ni clarinetista, ni escritor: era el miedo encarnado). Llamó a su mujer, quiso comentarle algo al respecto: notó en su voz felicidad y mintió: le dijo que había soñado con ella, que llegaría a las doce, preguntó si todo marchaba bien. Soon-Yi también mintió; dijo que sí, no quiso atormentarle con la “buena nueva” de que Sean Penn no estaba, de que Keith no le avisó que esa noche rodaban, de que habían llegado del estudio buscando culpables. Puros dequeísmos. En vez, mintió: le dijo que sí, que todo iba de acuerdo a lo planeado, que lo esperaba a las doce.
Y Emmet estaba a oscuras: sin guitarra, sin muchachas, sin libido. A tientas. Intermitente. Tratando de gritar sin conseguir que de su boca saliera algún sonido. Desnudo. Fuera de foco. Inmóvil hasta otro episodio onírico.
>>>
10:05 a.m.
Sean sale del Waldorf con las manos en los bolsillos de una chaqueta color azul marino. Trae puesta una gorra y una bufanda. Tiene frío. Aunque nunca ha sido de hoteles lujosos o mansiones de ricos (ni siquiera con Madonna), la producción le asignó una suite que a la vez le pareció sugerente. Keith lo había esperado desde la noche anterior; acabó durmiendo en un hostal poco barato a 14 cuadras de Park Avenue. Está cansada; caminó muy aprisa y demasiado. Un agente la llamó diciendo que Sean no llegaba, que lo recogiera al día siguiente en el living del Astoria. Ella llegó puntual, antes de tiempo, desde las ocho: había que firmar algunos detalles, explicarle al cocinero ciertas excentricidades y finalmente hablar con el gerente sobre un inédito cheque que mandó el estudio semanas antes. Sean también fue puntual, la cita era a las nueve. No subió a la suite, mandó a una chica (con anteojos redondos, muy rubia y tan pálida) a verificar su equipaje y a instalar sus pertenencias. Se quedará once días, no más. Tiene programada una cita con Jon Krakauer, el escritor de moda, el best seller, donde hablarán de una posible adaptación a su última novela. Sean quiere filmarla, no tuvo mucha suerte con De Niro, y está ansioso por sacarse la espina.
Se saludó de beso seco con Keith. Ella sintió un leve rubor en las mejillas. “Debo llevarlo a hablar con el señor Allen”, le dijo. Sean asintió un tanto desinteresado; había sido abordado por una pareja de diplomáticos surcoreanos que lo habían ubicado luego de verle actuar en “La delgada línea roja”. Pidieron dos autógrafos para sus hijas quinceañeras y luego, con gestos amables de reverencia, se dirigieron al bar. Y es que beben todo el día los surcoreanos. “Ni el bigote me salva”, bromeó con Keith. “¿Es de verdad?”, “yo no uso implantes”. Keith quiso jalarlo, más como caricia que con morbo, pero fue profesional. Juntos se encaminaron calle afuera. Al salir sienten frío. Keith se pone los guantes, Sean acomoda su bufanda. Le ordenan al portero que pida un taxi; no lo ven a los ojos.
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2:18 a.m.
Cantan dos cigarras. Es Paris y es insólito aguacero de febrero. La tumba de Jean Baptiste Reinhardt no tiene epitafio. Aquel sepulcro es más bien una Gibson del ’36 entallada en acero. No hay flores, no hay agua, no hay fotos. Sólo descansa clavada en el cemento una uña rosa marca Compass que hace tres años llevó De Lucía como ofertorio de bondades al genuino “gitano de los dedos de oro”. De Jean Baptiste pasó a ser Django y de Django a mito, a referencia directa del jazz caliente de 1930. Vivió muy poco… habrá muerto a los cuarenta.
Django maravilló a todo tipo de audiencias. Incluso, los más conservadores ( músicos letrados y por nota) cayeron a los pies de aquel autodidacta. Emmet no fue la excepción; Woody le produjo el placer de presentarlos.
En 1992, durante un concierto en Barcelona, Woody y su New Orleans Jazz Band, compartieron el escenario con Dallas Tiffe; un guitarrista venido a menos luego de problemas con el alcohol que lo mantuvieron alejado de la escena musical casi diez años. Tocaron cinco canciones que hiciera famosas Jean Baptiste. Los españoles les rindieron varios minutos de acalorados aplausos; al final, Dallas y Woody agradecieron sin palabras. Se sentaron y miraron cómplicemente, para después evocar, casi como entonces, al magnífico belga y su “there’ll be some changes made”. La gente salió contenta; se les veía poblar el Barrio Gótico con emulaciones del más rudo rag time, al tiempo que sacudían sus cabecitas y olvidaban, por un breve instante, su casi obligada soledad.
Esa noche Woody soñó a colores. Era un bar amarillo cargado de humo y risotadas en distintos tonos. Había trece mesas llenas y dos más reservadas para los músicos en turno. Baladas de Ellington recorrían con esmerada lentitud cada espacio del tugurio. Woody tomaba güisqui a sorbos y se reía de alguna ocurrencia. A su lado estaba Emmet, coqueteando, atento a las manos inquietas de una veinteañera; feliz de que Woody soñara, y él apareciera. Entre los dos no se hablaban; a juzgar, parecían amigos de siempre; cómodos el uno con el otro, sin importarse tanto, compinches silentes, en su ambiente y con su gente.
Reinhardt llegó a aquel bar pasadas las tres. Su voz diminuta y el carácter explosivo de su risa, destronaban de su silla a los cualquiera. Finalmente se ubicó en la barra. Dos muchachitas surcoreanas, alegres y disparatadas, le pidieron con escaso francés un par de autógrafos para sus padres. Él se mostró caballero, aunque un poco displicente. No habría camas ajenas esa noche; su novia estaba de visita. Ellas se fueron apagando hasta encontrar, sobre un pasillo prohibido, cuatro manos que entretuvieron sus impulsos. Eran de dos meseros complacientes. Django conversaba con el dueño, quizá del nuevo elepé, y se bebían muy despacio una cerveza en vaso corto.
Emmet lo empujó sin querer; al parecer había cuajado una conquista y era prioritario seguir embelesándola con güisqui. Pidió disculpas sin mirarlo. Django lo detuvo; le dijo que tenía manos de guitarrista, que cuál era su instrumento, porque músico era. Emmet explicó, muy cortante y a modo de broma grotesca, que estaba aprendiendo a tocar el arpa, le sonrió por postura y regresó a la mesa. Woody, increpándolo, y muy nervioso, explicó a los seis que le escuchaban, datos precisos sobre el hombre de la barra. Se hizo un mínimo silencio y luego, poco a poco, las conversaciones volvieron a su cauce natural. Alguien brindó, y todos alzaron sus vasos…
Al día siguiente Woody despertó de buenas; le preparó un desayuno a Soon-Yi, de ricas frutas flameadas; afuera, varias personas compraban flores en Las Ramblas. Emmet, sin embargo, abrió los ojos y notó la noche: se vio desnudo, fuera de foco, inmóvil.
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1:31 p.m.
A instantes se le ve desbaratarse en ridículos gestos y manos que aletean. Es Woody mostrándole a Sean la actitud corporal que debe practicar para la escena del monólogo: una especie de homenaje a los modos de andar en cinemascope durante 1930. Algo no entiende el actor, mecánicamente alza sus cejas de cuando en vez, tratando de concentrarse. Había dormido poco la noche anterior (y el pensamiento divergente no es su fuerte). “¿Entiendes la idea?”, repite Woody cansado. “Es un tanto exagerada”. “¡No es exagerada, Sean!, así te debes mover: ¿necesito explicarte cómo ponerte un moño?”. “Aquí están los lattes Mr. Allen”, interrumpió Tim, el joven de utilería que ha trabajado con él desde sus Días de Radio. Woody toma el vaso de unicel y se quema, lo devuelve a Tim, le pide que lo enfríe. Soon-Yi sonríe, se acerca cautelosa y besa sus dedos. Sean aplaude el gesto. Soon-Yi le guiña un ojo. Woody la mira extrañado, no se lo explica, termina poniendo una cara de hartazgo y se quita los lentes. Masculla: “dónde va a estar esto”. Ha tomado un pedazo de cartón pintado que semeja una nube. “¿Y si pones un espejo mientras me acomodo el moño hablando solo?”. “Ya lo hizo Marty con De Niro”. “Dices que es otro homenaje”. El set entero se ríe. Por un momento, todos empiezan a buscar el bien común (lo que sea por irse a comer más temprano).
Ann Michel espera. No le gusta interactuar con los de cine. Como encargo de la NBC, tiene que realizarle una entrevista a actor y director. Keith le prometió 20 minutos. Allen y Penn llegan tarde, se han enfrascado en una discusión sobre el jazz que permeará la famosa toma del columpio. Saludan a la reportera sin muchas ganas. “Tienes 20 minutos” le susurra Keith al oído; es una loba defendiendo a sus cachorros. Luego sale despacio del camerino, como queriendo no irse. Mira a la periodista y dibuja un “20” en el aire. Quiere dar un portazo, y en vez, pregunta si desean café; no le responden, se va.
“Tiene usted la fama de director maldito”. “¡Por favor!, vaya y entreviste a Roman. Yo soy un niño”. “¿Malcriado?”. Sean advierte: “No quiere darse cuenta señorita, pero en el fondo es buena gente”. Woody asiente con la cabeza, se forma un silencio que corta el bombazo: “Ambos son directores y actores; ¿dónde dejan sus egos?”. “¡No los dejamos!” bromea el director de ‘Manhattan’. “Sinergia pura; a veces él me enseña a actuar, a veces yo a dirigir…”. “… y viceversa” interrumpe mister Allen. “Y viceversa” concuerda Penn. “Supe que el guión de Sweet and Lowdown está inspirado en la vida de Reinhardt. Por qué es tan importante un músico de 1930 cuando se acaba el milenio”. “No es importante; es cine, es contar una historia, son mis gustos, mis pesadillas”. “Creo más bien en la reivindicación de la soledad que experimenta la humanidad. El calor que se fraguaba entonces de transición económica dejó huecos muy grandes en este país. Y el cine, en buena medida, es documento de progreso”. “Es usted un político señor Penn”. “Le gusta salir a cuadro”, se burla Allen. “Y a todo esto: ¿el personaje central es un pateta?”. “Emmet Ray es complicado”. Woody prosigue, enumerando con los dedos, parpadeando excitado: “Músico autodidacta, bien parecido, de extracción humilde, ganando dinero, mujeriego, borracho, apostador, algo proxeneta… ¡such a precious thing!”. “¡Casi describe a Sean Penn!”. “¡Me descubrió, señorita!”. “¿Y usted qué papel interpreta?”. “Usted no se prepara, señorita”.
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4:22 a.m.
Suena muy lejana, sólo aparecen atisbos de guitarra taimada. La habitación es pequeña y la música proviene del salón contiguo. Ahí, y con la calidez que el disco de vinilo provee a las grabaciones, se desmadeja tranquila y melódica “for sentimental reasons” de aquel poderoso “Swing 48” que Reinhardt dejó inconcluso.
La habitación es pequeña, y Sean está postrado sobre una cama doble. No puede dormir, ni quiere: la novela documental de Krakauer ronda por su cabeza todo el día. Hay algo en ella, una suerte de esperanza y misticismo en la que Sean se ve irradiado; nota en la trama un porvenir, una doble vida. Hay casi un muchacho feliz, casi una linda historia, casi una familia unida, casi una aventura homérica, casi otra isla. Hay un “algo más” que lo devora a cada instante y lo empuja a querer filmarla.
Mira el reloj que posa indolente en el buró. Sonríe luego de percatarse de la ausencia del segundero. Se imagina (casi una ráfaga) que el tiempo que habita es más vivo, más gustoso y más sereno. Saca del cajón la novela, ha marcado algunas páginas; siete. Su elección responde a criterios de síntesis visual. Quiere conversar con el autor, convencerlo de ceder sus derechos para una adaptación libérrima. Ha conseguido una entrevista y piensa mostrarle el bosquejo. La idea lo inquieta; debe permanecer en New York diez días, hacer pietaje a cuadro de algunas escenas, zambullirse en un personaje complejo y finalmente volar a San Francisco donde cerrará el trato. Y el reloj no tiene segundero.
Sobre las páginas finales hay una cita que hace unas noches, llevado por la simbiosis más absurda de sus últimos años, encerró en tinta roja. Al margen se lee acotado, con caligrafía nerviosa: “en súper de scan sobre créditos de inicio, letras blancas, conseguir original”. El fragmento le basta y sobra; es conciso y abriría muy bien el filme:
<<<
5:52 a.m.
En una pared se lee: “la vida es breve, el alma es vasta; tener es tardar”. Nadie se entera; la calle donde está esa pinta permanece cerrada hasta nuevo aviso. Despunta el alba y New York ya está moviendo sus brazos. Lejos de la habitación de Woody, un edificio entero se quema y de sus ventanas emergen papeles incendiados. Woody amaneció perezoso, aunque al final, ha decidido levantarse y darle ese beso en la nariz a Soon-Yi. Ambos gustan del ritual, aunque afuera el mundo se desvanezca.
Sean duerme cerca del fuego, quizá a un kilómetro. Escucha a los bomberos y algún recuerdo de la infancia se le mete en el cabello. Tímidamente despierta, pero no consigue abrir los ojos. Estuvo leyendo hasta entradas las cinco y quiere descansar de sus insomnios. Hay poca luz, se cuela por debajo de la puerta cierto aliento blanco de resplandor que lo hace dormitar de nuevo. Sólo se escucha un tic tac insistente, poco más o menos invisible, que rítmicamente lo acurruca.
Sobre la tumba de Jean Baptiste, una uña Compass (encarnada en el cemento) revuelve técnica y tiempo. Desacelera los eventos. Sigue lloviendo sin importarle a febrero. Llega Luc muy puntual; saca de su almacén una escoba y empieza por barrer las lápidas de la avenida principal. Le gustan los cementerios; es adicto al silencio sepulcral de tanto rey muerto. Al pasar por el sitio de Django descubre de reojo a un gato. Lo ahuyenta golpeando la escoba contra el piso y el felino huye despavorido tumbas adentro. Luc está satisfecho; sabe que a los gatos les gusta el olor a muerto y que usualmente rascan donde encuentran tierra y no cemento. Luc está contento, entonces sigue barriendo.
Encima de una cama adaptada al fondo de un autobús descompuesto, yace lánguido el cuerpo de Christo. Las tres últimas noches se han acercado los zorros y han despertado a McCandless con gritos y risas que semejan la voz lastimera de los bebés abandonados. Pero él no se inmuta, tiene poca fuerza a estas alturas. Su peso ha cedido más de 17 kilos a la dieta de frutillas y las decisiones están tomadas. Christopher lo ignora, pero un día su voz resonará por todo el planeta dándole libertad a las almas sedientas. De momento es casi marzo, y en marzo siempre hay zarzamoras.
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Derivación
Hay otro lugar; más vacío de flores, de luces, de alimentos. Es un sitio reducido en espacio y con una negritud que sorprende. Ausencia de colores, y en medio un hombre desnudo. Fuera de foco. Inmóvil. Sólo parpadea, mira desorbitado tratando de agrandar sus cuencas. No logra vislumbrar la inmediatez de su existencia. No se entera del contexto. Hace de su imagen un espejo roto. Finalmente evoca una mueca alegre; sabe que vino de paso y que es muy probable que no vuelva. Nunca se había sentido tan henchido de placer. Comienza a moverse. Toca.
Agosto, 2008
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Es tarde, pero menos tarde para mí que para los famas;
para los famas es cinco minutos más tarde,
llegarán a sus casas más tarde,
se acostarán más tarde.
Yo tengo un reloj con menos vida,
con menos casa y menos acostarme,
yo soy un cronopio desdichado y húmedo.
Tristeza del Cronopio; Julio Cortázar
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Disquisición
Estamos solos >
Somos vagabundos > Menos
Fragmentos de alguien más
Todo lo que no quisimos
La herida, el dios, la cura, el mal
Somos la paz y el sueño > piel sin dueño
Ni creamos ni arruinamos
Sólo estamos solos
Corren, agitados, los 90.
5:52 a.m.
Despunta el alba. New York ya está excitada; en sus calles hay humo, basura, gente de negro, de azul, de guinda. Hay gente corriendo con tremendas serpientes negras conectadas a sus oídos. Hay gente hablando sola, quebrándose la voz ante un microchip gigante. Hay gente y no testigos. Gente desierta, poca gente, multitudes, islas privadas, particulares. Y en medio de esas tierras ignotas, mar adentro, luz impropia, hay más gente: cortando palmeras, prendiendo las fogatas, apagando esperanzas, naufragando ensimismada… como si no quisiera salvarse, como si de pronto cada avión que surca el cielo fuera intruso de la soledad… de su consuelo.
Despunta el alba y New York está maltrecha. Es victimaria de pasados, es ciudad asustada. Es calma, y yace sola. Afuera hay gas de traspatios y cocinas chinas, nubes remotas, bicicletas aparcadas bajo charcos, cuatro estudiantes, dos prostitutas, siete abogados, cinco vecinos que salen de sus casas sin mirarse. Otro que se queda en cama, que vive ajeno a lo ajeno, que, surrealista, desempaña el cristal que da a la avenida, otro (o ese mismo) que da los buenos días a su hija adoptiva (luego amante y hoy esposa).
Woody no quiere bañarse, no quiere opacar a su impúdica persona. Debe estar en el set a las 12. Hay una escena que lo vuelve loco: Sean Penn tocando su guitarra de juguete encaramado en una media luna a manera de columpio. Debe llamar a Keith, le dijo que el bar que había ubicado para tales fines cerró en diciembre… y ya es febrero. Y Woody se vuelve loco, y Woody no quiere bañarse.
Soon-Yi mira el televisor despreocupada: avisan del tráfico en la 5ta. Él, sin embargo, la observa atento; quiere darle un beso en su nariz; es más la pereza. Ya no recuerda a Mia Farrow, ni sus ojos, ni sus pechos, ni sus glúteos (ya no hablemos de actuaciones). Quizá se decidió muy tarde por Soon-Yi. Se siente viejo, a veces estorbo; cavila, acomoda sus lentes de armazón de pasta, icónicos, decide por fin levantarse; ser otra vez cronopio.
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6:29 p.m.
Cae la tarde a trote lento sobre Fairbanks. El sol blanquecino de febrero recorre con implacable tibieza toda la cordillera sur de Alaska. Los osos se han ido; regresarán con el verano. Christopher McCandless abre un libro magullado: tapa blanda, hojas sueltas, amarillas, subrayadas, con acotaciones sobre los márgenes. Feliz retrato del lector indiferente. McCandless lee a Jack London. “La llamada de la selva” le produce espasmos notorios en la garganta; es un libro enérgico, de los que no ceden ni un minuto ante la impaciencia y la incertidumbre. Es, además, una obra ambivalente: el misterio revelado de un muchacho que reta a su espíritu y se obsequia soledad absoluta fuera de favores citadinos, lejos de urbes inmensas, más allá de esa psique colectiva que nunca entiende.
Christopher detiene su lectura, arroja el ejemplar impreso al suelo de metal y mira quieto el horizonte. Han pasado casi dos años desde aquel abril en que dejó la casa huyendo de sus padres y de las obligaciones morales, estéticas y posmodernas que los colegas suelen depositarle a un recién graduado en Historia. Cambió su nombre por Alex, y no planea volver. Ha caminado tanto… y está tan exhausto… y se siete al fin tan pleno.
Hace dos meses llegó a un paraje desolado cerca del Parque Nacional Denali y allí tuvo a bien encontrarse con un autobús abandonado; lo convirtió en mansión de epicúreos, se propinó una dieta de hierbas y frutillas, y vive con sus libros, un saco de dormir y una sartén oxidada donde hierve el agua que toma de un río vecino. Ha aprendido a hacer el fuego, se ha divertido cazando liebres, y se sabe de memoria algunos versos de Robinson Jeffers. Christopher mira quieto el horizonte, y recuerda a su madre. Nota que quiere un abrazo. Llora un poco sobre su piel, seca por el frío inclemente. Se espabila, baja del autobús, grita a todo pulmón. Nadie responde. Nunca oscurece.
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11:47 p.m.
Emmet afina una Parlour. Cada una de las seis cuerdas se convierte en un reto, en una obligación de perfección que a toda costa lo orilla a humillarse. Emmet es descuidado, ya rompió la cuarta y no le quedan más. Se termina su cigarro, sacude su cabello, camina metódico al espejo (trata de alejarse de sí mismo y acude al espejo; ¿a quién se le ocurre?, ¿a quién que no seas tú? Eres despiadado Emmet Ray, eres anodino hasta contigo). Emmet enfurece y rompe el espejo, hace pedazos la memoria, evoca a Paris, a los tugurios clandestinos, a las casas de chansone, al gorrión Edith, al popular Django Reinhardt. Siente náuseas, comienza a salivar: se entera al fin de su inexistencia. Es consecuencia de un retardado guión que tiene a medio estudio enfurecido.
Hace muy poco apareció en los sueños de Woody. Estaba interpretando, como nunca, “I’ll see you in my dreams” de Gus Kahn. Muchas señoritas lo miraban embelesadas, él se relamía los bigotes y socarronamente sonreía. Pensaba en escoger a alguna dama distraída y con pecas luego de terminar la tanda, y desearle amor eterno, y llevársela a la cama.
Pero Woody despertó; aunque le gusta el erotismo, despertó. Tenía fiebre, hacía calor y Soon-Yi estaba en el set. Por vez primera, Woody temió. Temió de verdad (no era el nervioso aquel que se estrella en los muros, no era hipocondríaco, no era actor, ni director, ni clarinetista, ni escritor: era el miedo encarnado). Llamó a su mujer, quiso comentarle algo al respecto: notó en su voz felicidad y mintió: le dijo que había soñado con ella, que llegaría a las doce, preguntó si todo marchaba bien. Soon-Yi también mintió; dijo que sí, no quiso atormentarle con la “buena nueva” de que Sean Penn no estaba, de que Keith no le avisó que esa noche rodaban, de que habían llegado del estudio buscando culpables. Puros dequeísmos. En vez, mintió: le dijo que sí, que todo iba de acuerdo a lo planeado, que lo esperaba a las doce.
Y Emmet estaba a oscuras: sin guitarra, sin muchachas, sin libido. A tientas. Intermitente. Tratando de gritar sin conseguir que de su boca saliera algún sonido. Desnudo. Fuera de foco. Inmóvil hasta otro episodio onírico.
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10:05 a.m.
Sean sale del Waldorf con las manos en los bolsillos de una chaqueta color azul marino. Trae puesta una gorra y una bufanda. Tiene frío. Aunque nunca ha sido de hoteles lujosos o mansiones de ricos (ni siquiera con Madonna), la producción le asignó una suite que a la vez le pareció sugerente. Keith lo había esperado desde la noche anterior; acabó durmiendo en un hostal poco barato a 14 cuadras de Park Avenue. Está cansada; caminó muy aprisa y demasiado. Un agente la llamó diciendo que Sean no llegaba, que lo recogiera al día siguiente en el living del Astoria. Ella llegó puntual, antes de tiempo, desde las ocho: había que firmar algunos detalles, explicarle al cocinero ciertas excentricidades y finalmente hablar con el gerente sobre un inédito cheque que mandó el estudio semanas antes. Sean también fue puntual, la cita era a las nueve. No subió a la suite, mandó a una chica (con anteojos redondos, muy rubia y tan pálida) a verificar su equipaje y a instalar sus pertenencias. Se quedará once días, no más. Tiene programada una cita con Jon Krakauer, el escritor de moda, el best seller, donde hablarán de una posible adaptación a su última novela. Sean quiere filmarla, no tuvo mucha suerte con De Niro, y está ansioso por sacarse la espina.
Se saludó de beso seco con Keith. Ella sintió un leve rubor en las mejillas. “Debo llevarlo a hablar con el señor Allen”, le dijo. Sean asintió un tanto desinteresado; había sido abordado por una pareja de diplomáticos surcoreanos que lo habían ubicado luego de verle actuar en “La delgada línea roja”. Pidieron dos autógrafos para sus hijas quinceañeras y luego, con gestos amables de reverencia, se dirigieron al bar. Y es que beben todo el día los surcoreanos. “Ni el bigote me salva”, bromeó con Keith. “¿Es de verdad?”, “yo no uso implantes”. Keith quiso jalarlo, más como caricia que con morbo, pero fue profesional. Juntos se encaminaron calle afuera. Al salir sienten frío. Keith se pone los guantes, Sean acomoda su bufanda. Le ordenan al portero que pida un taxi; no lo ven a los ojos.
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2:18 a.m.
Cantan dos cigarras. Es Paris y es insólito aguacero de febrero. La tumba de Jean Baptiste Reinhardt no tiene epitafio. Aquel sepulcro es más bien una Gibson del ’36 entallada en acero. No hay flores, no hay agua, no hay fotos. Sólo descansa clavada en el cemento una uña rosa marca Compass que hace tres años llevó De Lucía como ofertorio de bondades al genuino “gitano de los dedos de oro”. De Jean Baptiste pasó a ser Django y de Django a mito, a referencia directa del jazz caliente de 1930. Vivió muy poco… habrá muerto a los cuarenta.
Django maravilló a todo tipo de audiencias. Incluso, los más conservadores ( músicos letrados y por nota) cayeron a los pies de aquel autodidacta. Emmet no fue la excepción; Woody le produjo el placer de presentarlos.
En 1992, durante un concierto en Barcelona, Woody y su New Orleans Jazz Band, compartieron el escenario con Dallas Tiffe; un guitarrista venido a menos luego de problemas con el alcohol que lo mantuvieron alejado de la escena musical casi diez años. Tocaron cinco canciones que hiciera famosas Jean Baptiste. Los españoles les rindieron varios minutos de acalorados aplausos; al final, Dallas y Woody agradecieron sin palabras. Se sentaron y miraron cómplicemente, para después evocar, casi como entonces, al magnífico belga y su “there’ll be some changes made”. La gente salió contenta; se les veía poblar el Barrio Gótico con emulaciones del más rudo rag time, al tiempo que sacudían sus cabecitas y olvidaban, por un breve instante, su casi obligada soledad.
Esa noche Woody soñó a colores. Era un bar amarillo cargado de humo y risotadas en distintos tonos. Había trece mesas llenas y dos más reservadas para los músicos en turno. Baladas de Ellington recorrían con esmerada lentitud cada espacio del tugurio. Woody tomaba güisqui a sorbos y se reía de alguna ocurrencia. A su lado estaba Emmet, coqueteando, atento a las manos inquietas de una veinteañera; feliz de que Woody soñara, y él apareciera. Entre los dos no se hablaban; a juzgar, parecían amigos de siempre; cómodos el uno con el otro, sin importarse tanto, compinches silentes, en su ambiente y con su gente.
Reinhardt llegó a aquel bar pasadas las tres. Su voz diminuta y el carácter explosivo de su risa, destronaban de su silla a los cualquiera. Finalmente se ubicó en la barra. Dos muchachitas surcoreanas, alegres y disparatadas, le pidieron con escaso francés un par de autógrafos para sus padres. Él se mostró caballero, aunque un poco displicente. No habría camas ajenas esa noche; su novia estaba de visita. Ellas se fueron apagando hasta encontrar, sobre un pasillo prohibido, cuatro manos que entretuvieron sus impulsos. Eran de dos meseros complacientes. Django conversaba con el dueño, quizá del nuevo elepé, y se bebían muy despacio una cerveza en vaso corto.
Emmet lo empujó sin querer; al parecer había cuajado una conquista y era prioritario seguir embelesándola con güisqui. Pidió disculpas sin mirarlo. Django lo detuvo; le dijo que tenía manos de guitarrista, que cuál era su instrumento, porque músico era. Emmet explicó, muy cortante y a modo de broma grotesca, que estaba aprendiendo a tocar el arpa, le sonrió por postura y regresó a la mesa. Woody, increpándolo, y muy nervioso, explicó a los seis que le escuchaban, datos precisos sobre el hombre de la barra. Se hizo un mínimo silencio y luego, poco a poco, las conversaciones volvieron a su cauce natural. Alguien brindó, y todos alzaron sus vasos…
Al día siguiente Woody despertó de buenas; le preparó un desayuno a Soon-Yi, de ricas frutas flameadas; afuera, varias personas compraban flores en Las Ramblas. Emmet, sin embargo, abrió los ojos y notó la noche: se vio desnudo, fuera de foco, inmóvil.
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1:31 p.m.
A instantes se le ve desbaratarse en ridículos gestos y manos que aletean. Es Woody mostrándole a Sean la actitud corporal que debe practicar para la escena del monólogo: una especie de homenaje a los modos de andar en cinemascope durante 1930. Algo no entiende el actor, mecánicamente alza sus cejas de cuando en vez, tratando de concentrarse. Había dormido poco la noche anterior (y el pensamiento divergente no es su fuerte). “¿Entiendes la idea?”, repite Woody cansado. “Es un tanto exagerada”. “¡No es exagerada, Sean!, así te debes mover: ¿necesito explicarte cómo ponerte un moño?”. “Aquí están los lattes Mr. Allen”, interrumpió Tim, el joven de utilería que ha trabajado con él desde sus Días de Radio. Woody toma el vaso de unicel y se quema, lo devuelve a Tim, le pide que lo enfríe. Soon-Yi sonríe, se acerca cautelosa y besa sus dedos. Sean aplaude el gesto. Soon-Yi le guiña un ojo. Woody la mira extrañado, no se lo explica, termina poniendo una cara de hartazgo y se quita los lentes. Masculla: “dónde va a estar esto”. Ha tomado un pedazo de cartón pintado que semeja una nube. “¿Y si pones un espejo mientras me acomodo el moño hablando solo?”. “Ya lo hizo Marty con De Niro”. “Dices que es otro homenaje”. El set entero se ríe. Por un momento, todos empiezan a buscar el bien común (lo que sea por irse a comer más temprano).
Ann Michel espera. No le gusta interactuar con los de cine. Como encargo de la NBC, tiene que realizarle una entrevista a actor y director. Keith le prometió 20 minutos. Allen y Penn llegan tarde, se han enfrascado en una discusión sobre el jazz que permeará la famosa toma del columpio. Saludan a la reportera sin muchas ganas. “Tienes 20 minutos” le susurra Keith al oído; es una loba defendiendo a sus cachorros. Luego sale despacio del camerino, como queriendo no irse. Mira a la periodista y dibuja un “20” en el aire. Quiere dar un portazo, y en vez, pregunta si desean café; no le responden, se va.
“Tiene usted la fama de director maldito”. “¡Por favor!, vaya y entreviste a Roman. Yo soy un niño”. “¿Malcriado?”. Sean advierte: “No quiere darse cuenta señorita, pero en el fondo es buena gente”. Woody asiente con la cabeza, se forma un silencio que corta el bombazo: “Ambos son directores y actores; ¿dónde dejan sus egos?”. “¡No los dejamos!” bromea el director de ‘Manhattan’. “Sinergia pura; a veces él me enseña a actuar, a veces yo a dirigir…”. “… y viceversa” interrumpe mister Allen. “Y viceversa” concuerda Penn. “Supe que el guión de Sweet and Lowdown está inspirado en la vida de Reinhardt. Por qué es tan importante un músico de 1930 cuando se acaba el milenio”. “No es importante; es cine, es contar una historia, son mis gustos, mis pesadillas”. “Creo más bien en la reivindicación de la soledad que experimenta la humanidad. El calor que se fraguaba entonces de transición económica dejó huecos muy grandes en este país. Y el cine, en buena medida, es documento de progreso”. “Es usted un político señor Penn”. “Le gusta salir a cuadro”, se burla Allen. “Y a todo esto: ¿el personaje central es un pateta?”. “Emmet Ray es complicado”. Woody prosigue, enumerando con los dedos, parpadeando excitado: “Músico autodidacta, bien parecido, de extracción humilde, ganando dinero, mujeriego, borracho, apostador, algo proxeneta… ¡such a precious thing!”. “¡Casi describe a Sean Penn!”. “¡Me descubrió, señorita!”. “¿Y usted qué papel interpreta?”. “Usted no se prepara, señorita”.
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4:22 a.m.
Suena muy lejana, sólo aparecen atisbos de guitarra taimada. La habitación es pequeña y la música proviene del salón contiguo. Ahí, y con la calidez que el disco de vinilo provee a las grabaciones, se desmadeja tranquila y melódica “for sentimental reasons” de aquel poderoso “Swing 48” que Reinhardt dejó inconcluso.
La habitación es pequeña, y Sean está postrado sobre una cama doble. No puede dormir, ni quiere: la novela documental de Krakauer ronda por su cabeza todo el día. Hay algo en ella, una suerte de esperanza y misticismo en la que Sean se ve irradiado; nota en la trama un porvenir, una doble vida. Hay casi un muchacho feliz, casi una linda historia, casi una familia unida, casi una aventura homérica, casi otra isla. Hay un “algo más” que lo devora a cada instante y lo empuja a querer filmarla.
Mira el reloj que posa indolente en el buró. Sonríe luego de percatarse de la ausencia del segundero. Se imagina (casi una ráfaga) que el tiempo que habita es más vivo, más gustoso y más sereno. Saca del cajón la novela, ha marcado algunas páginas; siete. Su elección responde a criterios de síntesis visual. Quiere conversar con el autor, convencerlo de ceder sus derechos para una adaptación libérrima. Ha conseguido una entrevista y piensa mostrarle el bosquejo. La idea lo inquieta; debe permanecer en New York diez días, hacer pietaje a cuadro de algunas escenas, zambullirse en un personaje complejo y finalmente volar a San Francisco donde cerrará el trato. Y el reloj no tiene segundero.
Sobre las páginas finales hay una cita que hace unas noches, llevado por la simbiosis más absurda de sus últimos años, encerró en tinta roja. Al margen se lee acotado, con caligrafía nerviosa: “en súper de scan sobre créditos de inicio, letras blancas, conseguir original”. El fragmento le basta y sobra; es conciso y abriría muy bien el filme:
Greetings from Fairbanks! This is the last you shall hear from me, Wayne. Arrived here 2 days ago. It was very difficult to catch rides in the Yukon Territory. But I finally got here.
Please return all mail I receive to the sender. It might be a very long time before I return South. If this adventure proves fatal and you don't ever hear from me again I want you to know you're a great man. I now walk into the wild. -Alex.
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5:52 a.m.
En una pared se lee: “la vida es breve, el alma es vasta; tener es tardar”. Nadie se entera; la calle donde está esa pinta permanece cerrada hasta nuevo aviso. Despunta el alba y New York ya está moviendo sus brazos. Lejos de la habitación de Woody, un edificio entero se quema y de sus ventanas emergen papeles incendiados. Woody amaneció perezoso, aunque al final, ha decidido levantarse y darle ese beso en la nariz a Soon-Yi. Ambos gustan del ritual, aunque afuera el mundo se desvanezca.
Sean duerme cerca del fuego, quizá a un kilómetro. Escucha a los bomberos y algún recuerdo de la infancia se le mete en el cabello. Tímidamente despierta, pero no consigue abrir los ojos. Estuvo leyendo hasta entradas las cinco y quiere descansar de sus insomnios. Hay poca luz, se cuela por debajo de la puerta cierto aliento blanco de resplandor que lo hace dormitar de nuevo. Sólo se escucha un tic tac insistente, poco más o menos invisible, que rítmicamente lo acurruca.
Sobre la tumba de Jean Baptiste, una uña Compass (encarnada en el cemento) revuelve técnica y tiempo. Desacelera los eventos. Sigue lloviendo sin importarle a febrero. Llega Luc muy puntual; saca de su almacén una escoba y empieza por barrer las lápidas de la avenida principal. Le gustan los cementerios; es adicto al silencio sepulcral de tanto rey muerto. Al pasar por el sitio de Django descubre de reojo a un gato. Lo ahuyenta golpeando la escoba contra el piso y el felino huye despavorido tumbas adentro. Luc está satisfecho; sabe que a los gatos les gusta el olor a muerto y que usualmente rascan donde encuentran tierra y no cemento. Luc está contento, entonces sigue barriendo.
Encima de una cama adaptada al fondo de un autobús descompuesto, yace lánguido el cuerpo de Christo. Las tres últimas noches se han acercado los zorros y han despertado a McCandless con gritos y risas que semejan la voz lastimera de los bebés abandonados. Pero él no se inmuta, tiene poca fuerza a estas alturas. Su peso ha cedido más de 17 kilos a la dieta de frutillas y las decisiones están tomadas. Christopher lo ignora, pero un día su voz resonará por todo el planeta dándole libertad a las almas sedientas. De momento es casi marzo, y en marzo siempre hay zarzamoras.
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Derivación
Hay otro lugar; más vacío de flores, de luces, de alimentos. Es un sitio reducido en espacio y con una negritud que sorprende. Ausencia de colores, y en medio un hombre desnudo. Fuera de foco. Inmóvil. Sólo parpadea, mira desorbitado tratando de agrandar sus cuencas. No logra vislumbrar la inmediatez de su existencia. No se entera del contexto. Hace de su imagen un espejo roto. Finalmente evoca una mueca alegre; sabe que vino de paso y que es muy probable que no vuelva. Nunca se había sentido tan henchido de placer. Comienza a moverse. Toca.
Agosto, 2008
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lunes, 11 de octubre de 2010
Método cuántico - estilístico
< Versión para hogueras
Permanencia: Claustro
Encierro: (...) Tormenta
Grises: "De tenue lumbre"
Bonfire: Tú
Cielo: Tú
Mmm: Piénsale
Árnica: ¿No te digo?
Qué (qué me dices): ¡Árnica, tú!; quién más si no tú
¡Está bien!; estaca: Malvavisco *
¿…?: Era eso o tú
Monótono: Yo
Sí: A ti, por supuesto
Ya sé; clavo: Señal
¿Divina?: Ya sabes
¿Yo?: El tú verdadero
Coqueta: Lo dices mejor que yo
Paz: Inercia
¡Pas!: Onomatopeya sesentera
Tonto: Tontísimo
(...) ¿Tacos?: ¡Ya estás!
* La débil asociación sináptica entre malvaviscos y estacas fue fruto de un campamento, hace muchos años ya, en el que (llevados todos por el fuego hipnótico y cual primigenios seres) algunos colegas y yo destruimos, ocio insensato, el rústico basamento de nuestra morada artificial.
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Permanencia: Claustro
Encierro: (...) Tormenta
Grises: "De tenue lumbre"
Bonfire: Tú
Cielo: Tú
Mmm: Piénsale
Árnica: ¿No te digo?
Qué (qué me dices): ¡Árnica, tú!; quién más si no tú
¡Está bien!; estaca: Malvavisco *
¿…?: Era eso o tú
Monótono: Yo
Sí: A ti, por supuesto
Ya sé; clavo: Señal
¿Divina?: Ya sabes
¿Yo?: El tú verdadero
Coqueta: Lo dices mejor que yo
Paz: Inercia
¡Pas!: Onomatopeya sesentera
Tonto: Tontísimo
(...) ¿Tacos?: ¡Ya estás!
* La débil asociación sináptica entre malvaviscos y estacas fue fruto de un campamento, hace muchos años ya, en el que (llevados todos por el fuego hipnótico y cual primigenios seres) algunos colegas y yo destruimos, ocio insensato, el rústico basamento de nuestra morada artificial.
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domingo, 26 de septiembre de 2010
Honor es causa
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Play!
Mensaje publicado en el blog Segunda Cita:
Silvio zarandeó Xalapa, vociferó quedito sus llamados a la paz, la esperanza, el remedio. Fue solemne, alegre, dicharachero: se halló, dio de sí, mostró talante y talento, no puso un pero, más bien fue pletórico de ademases. Silvio, el aprendiz, sacudió el diamante beisbolero de la USBI refrendando (casi puliendo en cada nota) su firme interés en reactivarnos la memoria y generarnos esa creencia - absurda tantas veces – de que "otro mundo es posible". Y sin embargo allí nos quedamos, con el mundo nuestro, devastado e imposible, dando tumbos, lagrimeando cada que el cubano así lo quería, buscando caras conocidas o maltrechas o indistintas a nuestra simple humanidad de ciudadanos comunes.
El Doctor Honoris Causa cantó con afán complaciente, como casi nunca, su repertorio inolvidable: desde los claros de la luna xalapeña hasta la maldita era de huracanes que está pariendo corazones. Recorrió su genio, su figura, su drama y vestimenta en 17 canciones cosidas a mano. A los entendidos: Trovarroco (basta y sobra). Para enamorados: Niurka en flauta y clarinete.
Si en algo embellece la música al Hombre es en meterle mano a su egoísmo. La música, no sé si toda o la de Silvio, crea multitudes que jalan por buen camino, que son capaces de corearle al mundo sus fracasos y virtudes. Dicho sea de paso, así, en masa, nunca nos equivocamos. Sólo cantar, desafinados y embebidos en gente, fuerza al gozo y a los buenos pensamientos. Más de uno sabrá a qué me refiero, y con eso me quedo.
Mi tres particular en el concierto, sin prejuicios de fanático exclusivo y fanfarrón: Óleo de mujer con sombrero, Mariposas y El necio. Mi diez, mi redondez, mi llanto: Te doy una canción.
(No es secreto que sin Mike Oldfield, Joaquín Sabina o Pink Floyd, mi vida, así de pronto, carecería de total sentido. Pero hay algo que me vuelve títere, que me exhorta a despertar, a sonreír, a escribir nimiedades, a brindar por mi salud y la salud ajena. Sin ello, nomás no me encuentro; se llama Silvio, y cada vez que "me da una canción", ésta en particular y en vivo, le pido a Dios que me deje vivir mañana).
Lo mismo un domingo con toros, divino placer efímero del aficionado, a un extenuante martes de agitada jornada laboral, me es difícil citar aquí algún momento en el que la música (arte y técnica de las musas) no moldee mi frágil estadía por la Tierra. En ella y con ella, vuelco alegres bailes y cocodrileras lágrimas que me instan a vivir con más deleite y menos intolerancia hacia el desequilibrado sistema en el que cohabito al lado de tantos, tantísimos cantores casuales.
Sin ellos, sin nosotros, que defendemos a capa y espada toda manifestación artística y melódica, ese inquilino que se sube al escenario en patria ajena y deja el corazón ante multitudes clamorosas, no pasaría de ser uno más en el largo tren de pasajeros. Sólo así se comprende, como Silvio Rodríguez lo recita, que “lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”.
///
Set list
Concierto en Xalapa. 21 de septiembre
Jornadas Académicas Cuba - UV
1. Tu llegada (Trovarroco)
2. En el claro de la luna
3. El papalote
4. Sueño con serpientes
5. Días y flores
6. Canción del elegido
7. Santiago de Chile
8. Carta a Violeta Parra
9. El necio
10. Chan Chan Tributo (Trovarroco)
11. Óleo de mujer con sombrero
12. Pequeña serenata diurna
13. Escaramujo
14. Quién fuera
15. La maza
16. Ojalá
Encore
17. Mariposas
18. Te doy una canción
19. La era está pariendo un corazón
///
///
Originalmente apareció publicado en Semanario Acrópolis.
Aquí, una crónica de Adriana Carreón al respecto.
El boleto fue pegado con minuciosidad por Ursula Estrada.
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Play!
Mensaje publicado en el blog Segunda Cita:
Silvio zarandeó Xalapa, vociferó quedito sus llamados a la paz, la esperanza, el remedio. Fue solemne, alegre, dicharachero: se halló, dio de sí, mostró talante y talento, no puso un pero, más bien fue pletórico de ademases. Silvio, el aprendiz, sacudió el diamante beisbolero de la USBI refrendando (casi puliendo en cada nota) su firme interés en reactivarnos la memoria y generarnos esa creencia - absurda tantas veces – de que "otro mundo es posible". Y sin embargo allí nos quedamos, con el mundo nuestro, devastado e imposible, dando tumbos, lagrimeando cada que el cubano así lo quería, buscando caras conocidas o maltrechas o indistintas a nuestra simple humanidad de ciudadanos comunes.
El Doctor Honoris Causa cantó con afán complaciente, como casi nunca, su repertorio inolvidable: desde los claros de la luna xalapeña hasta la maldita era de huracanes que está pariendo corazones. Recorrió su genio, su figura, su drama y vestimenta en 17 canciones cosidas a mano. A los entendidos: Trovarroco (basta y sobra). Para enamorados: Niurka en flauta y clarinete.
Si en algo embellece la música al Hombre es en meterle mano a su egoísmo. La música, no sé si toda o la de Silvio, crea multitudes que jalan por buen camino, que son capaces de corearle al mundo sus fracasos y virtudes. Dicho sea de paso, así, en masa, nunca nos equivocamos. Sólo cantar, desafinados y embebidos en gente, fuerza al gozo y a los buenos pensamientos. Más de uno sabrá a qué me refiero, y con eso me quedo.
Mi tres particular en el concierto, sin prejuicios de fanático exclusivo y fanfarrón: Óleo de mujer con sombrero, Mariposas y El necio. Mi diez, mi redondez, mi llanto: Te doy una canción.
(No es secreto que sin Mike Oldfield, Joaquín Sabina o Pink Floyd, mi vida, así de pronto, carecería de total sentido. Pero hay algo que me vuelve títere, que me exhorta a despertar, a sonreír, a escribir nimiedades, a brindar por mi salud y la salud ajena. Sin ello, nomás no me encuentro; se llama Silvio, y cada vez que "me da una canción", ésta en particular y en vivo, le pido a Dios que me deje vivir mañana).
Lo mismo un domingo con toros, divino placer efímero del aficionado, a un extenuante martes de agitada jornada laboral, me es difícil citar aquí algún momento en el que la música (arte y técnica de las musas) no moldee mi frágil estadía por la Tierra. En ella y con ella, vuelco alegres bailes y cocodrileras lágrimas que me instan a vivir con más deleite y menos intolerancia hacia el desequilibrado sistema en el que cohabito al lado de tantos, tantísimos cantores casuales.
Sin ellos, sin nosotros, que defendemos a capa y espada toda manifestación artística y melódica, ese inquilino que se sube al escenario en patria ajena y deja el corazón ante multitudes clamorosas, no pasaría de ser uno más en el largo tren de pasajeros. Sólo así se comprende, como Silvio Rodríguez lo recita, que “lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”.
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Set list
Concierto en Xalapa. 21 de septiembre
Jornadas Académicas Cuba - UV
1. Tu llegada (Trovarroco)
2. En el claro de la luna
3. El papalote
4. Sueño con serpientes
5. Días y flores
6. Canción del elegido
7. Santiago de Chile
8. Carta a Violeta Parra
9. El necio
10. Chan Chan Tributo (Trovarroco)
11. Óleo de mujer con sombrero
12. Pequeña serenata diurna
13. Escaramujo
14. Quién fuera
15. La maza
16. Ojalá
Encore
17. Mariposas
18. Te doy una canción
19. La era está pariendo un corazón
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Originalmente apareció publicado en Semanario Acrópolis.
Aquí, una crónica de Adriana Carreón al respecto.
El boleto fue pegado con minuciosidad por Ursula Estrada.
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domingo, 19 de septiembre de 2010
Madrigalismo 7/n
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Amanecer, luego del amor, suena a rutina sosegada, ruin escenario para los hábitos que no hemos logrado transformar en risas de sobremesa. Amanecer, después de amar, es resquebrajo de lo rosa, lo sutil, lo “despacioso”, el trémolo gritar lejano de aves exóticas. Amanecer es aturdirse nuevamente con las emociones consabidas, es los pulmones que tosen y el café que no llega.
Ponerse los ojos claros o los lunares, quitarse el maquillaje de cansancio y empalagarse miel de sonrisa y buenos días. Sacudir del cabello las almohadas y ensancharse en piel de éxito y aventura. Lavarse bien el retraso y cepillar cuidadosamente cada uno de los pendientes. Pasar la lista una y otra y otra y otra vez: “debo mantenerme en forma”, “sacar la basura”, “taparse la boca al bostezar”, “imaginar mi cara al ganar la lotería”, “guiño a las damas”, “fuerte y gentil apretón de manos a cada caballero”, “los atajos, los atajos, el reloj diez minutos adelante”, “cada vuelta, cada esquina, semáforos mafiosos, radares que acechan”, “dónde dejé la cartera”. El pensamiento fútil, la sincronización perfecta entre alimento, tiempo y temperamento.
Por cierto: Ismael sabe de Sísifo, supongo entonces que me entiende cuando maldigo a quien haya inventado la piedra que aquel pobre hombre debió cargar eternamente. Amanecer queda sujeto a pequeños guijarros sometidos (por destino aplastante) a escurrírsenos de las manos. Amanecer, después del amor, es olvidar las llaves al llegar al auto, es cambiarnos nombre y apellidos, es no reconocer ya nunca, empedernidamente turista, ningún rostro, aroma, árbol o enemigo. Amanecer, luego de amar, es, por ende, negociación con uno mismo, replanteamiento de valores, intrigas y personajes.
“¿Quién soy, a dónde voy?” deja de importarme porque puedo, antes de irme al trabajo, besar tu frente y embeberme en el olor que discreta disipas en el aire; en breve iniciarás tus particulares ritos y el pase de lista será diferente. Yo estaré a punto de tomarme el primer café mientras le pido a mis alumnos un poquito de su bendita atención. Entonces bostezas, decidida a levantarte de esa cama que cada mañana te imanta.
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Amanecer, luego del amor, suena a rutina sosegada, ruin escenario para los hábitos que no hemos logrado transformar en risas de sobremesa. Amanecer, después de amar, es resquebrajo de lo rosa, lo sutil, lo “despacioso”, el trémolo gritar lejano de aves exóticas. Amanecer es aturdirse nuevamente con las emociones consabidas, es los pulmones que tosen y el café que no llega.
Ponerse los ojos claros o los lunares, quitarse el maquillaje de cansancio y empalagarse miel de sonrisa y buenos días. Sacudir del cabello las almohadas y ensancharse en piel de éxito y aventura. Lavarse bien el retraso y cepillar cuidadosamente cada uno de los pendientes. Pasar la lista una y otra y otra y otra vez: “debo mantenerme en forma”, “sacar la basura”, “taparse la boca al bostezar”, “imaginar mi cara al ganar la lotería”, “guiño a las damas”, “fuerte y gentil apretón de manos a cada caballero”, “los atajos, los atajos, el reloj diez minutos adelante”, “cada vuelta, cada esquina, semáforos mafiosos, radares que acechan”, “dónde dejé la cartera”. El pensamiento fútil, la sincronización perfecta entre alimento, tiempo y temperamento.
Por cierto: Ismael sabe de Sísifo, supongo entonces que me entiende cuando maldigo a quien haya inventado la piedra que aquel pobre hombre debió cargar eternamente. Amanecer queda sujeto a pequeños guijarros sometidos (por destino aplastante) a escurrírsenos de las manos. Amanecer, después del amor, es olvidar las llaves al llegar al auto, es cambiarnos nombre y apellidos, es no reconocer ya nunca, empedernidamente turista, ningún rostro, aroma, árbol o enemigo. Amanecer, luego de amar, es, por ende, negociación con uno mismo, replanteamiento de valores, intrigas y personajes.
“¿Quién soy, a dónde voy?” deja de importarme porque puedo, antes de irme al trabajo, besar tu frente y embeberme en el olor que discreta disipas en el aire; en breve iniciarás tus particulares ritos y el pase de lista será diferente. Yo estaré a punto de tomarme el primer café mientras le pido a mis alumnos un poquito de su bendita atención. Entonces bostezas, decidida a levantarte de esa cama que cada mañana te imanta.
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lunes, 6 de septiembre de 2010
Anémona
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Difícilmente bailo. Frank se mueve cual obscura divinidad de oriente y yo me izquierdo o me enderezo de reveses; no bailo entonces. Lo considero... digamos burdo, espontáneo, obsoleto eternamente y cercano al sinsentido. Por qué, dígame usted, por ejemplo: bailar, si a la mano se tiene la cintura ardiente o la copa y puro o el atardecer que siempre espera, la noche con velas y camas y saliva y mentiras y… ¡látigos! No quiero tampoco establecer erróneamente que mi desazón por la danza provenga únicamente de mi afección por otros placeres mundanos, pero en algo ayudan los alardes de buen amante.
Frank, el caballero, y sin embargo embriagador de damas inquietas, gana (por Dios lo juro) concursos de salsa y hace un robot mucho mejor, mil veces, que los mismos engendros de Asimov. No hay cordura que le valga más que una pista caliente con luces redondas y palpitantes. Pareciera que un resorte, una corazonada enferma, le dictara a gritos cómo y cuándo moverse y detenerse, contonearse y guiñar, bajar el sombrero, saludar, girar a medias, agacharse, proferir felicidad y cultura ante los ojos atónitos de quien sentado espera, fumando, como ese tango.
1997. Mayo u octubre. Frank terminó los fideos en frío que preparé casi como los gatos comen: con más energía que encanto, pongámoslo así; entonces, sacudiendo su cabello siempre a corte militar, se subió a la eterna silla azul, tenedor en mano, y declamó, cantando desafinado, arrebatado en risa:
“El fideo ondula en la sopa y rebosa la cuchara reflejada.
Es hermoso en su ínfima existencia de gusano comestible.
Tiene la figura breve que lo distingue de parientes transalpinos
y una ductilidad que lo hace inaprensible”.
Quedéme vago.
… / ¡Te gustó! / No; realmente no / Només Ploraria / Qué es eso / ¡El autor!, ¡qué va a ser eso!, Només Ploraria, barcelonés, ilustrador y poeta de la blogósfera / qué es la blogósfera, Frank / el nido de ratas que escribe cualquier cosa que se le venga en mente, ¡y anónimos los cabrones! / Blogués… / ¡Blogósfera, bruto! Voy a hacerme un blog, Juan Carlos. Lo tengo, desde ayer, muy claro / ¿Ayer? / Conocí a una chica en mis clases de tango / ¿Desde cuándo tomas tango? / Desde que tengo dinero / Frank, quién te paga esas clases / Desde que estamos aquí me ahorro lo que me das y ayer pude pagarme mis primeras cinco lecciones / ¿Y la chica? / Alímola / Nadie se llama así / Ella: Alímola, Anémona, me gusta / Te miente, Frank, ¿te acuerdas de Clara? / Alímola es portuguesa y canta también, me enamoré, le llamaré para que venga por mí, tiene una Vespa rosada; fascinante mujer, francamente / Francamente, Frank, creo que ya enloqueciste, al final es así; lo dicen los doctores / El destino es irreparable / Es irrisorio, Franky / (Se sentó, dejó suavemente el tenedor sobre su plato) Es la única forma de sabernos amados u odiados / No te entiendo / Dios nos pone las claves / ¡Es el colmo!, ¡y encima qué estás leyendo! / Blogs de Barcelona / … / Y de Venezuela, y argentinos algunos; hay uno que es más que bueno: “suicidiario”, fabuloso, el tipo que escribe nos muestra recetas comprobadas para quitarse la vida en menos de un minuto / Lávate los dientes ya, tengo que irme de vuelta al trabajo / Ayer “subió” un textito sobre atragantamientos con vainilla en vara / ¿Viste mis llaves? / Deja que te lo lea y nos vamos…
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El extracto de Le fideo pertenece a Només Ploraria.
La foto es de marca.com, estropeada adrede.
No existe ningún blog llamado "suicidiario".
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Difícilmente bailo. Frank se mueve cual obscura divinidad de oriente y yo me izquierdo o me enderezo de reveses; no bailo entonces. Lo considero... digamos burdo, espontáneo, obsoleto eternamente y cercano al sinsentido. Por qué, dígame usted, por ejemplo: bailar, si a la mano se tiene la cintura ardiente o la copa y puro o el atardecer que siempre espera, la noche con velas y camas y saliva y mentiras y… ¡látigos! No quiero tampoco establecer erróneamente que mi desazón por la danza provenga únicamente de mi afección por otros placeres mundanos, pero en algo ayudan los alardes de buen amante.
Frank, el caballero, y sin embargo embriagador de damas inquietas, gana (por Dios lo juro) concursos de salsa y hace un robot mucho mejor, mil veces, que los mismos engendros de Asimov. No hay cordura que le valga más que una pista caliente con luces redondas y palpitantes. Pareciera que un resorte, una corazonada enferma, le dictara a gritos cómo y cuándo moverse y detenerse, contonearse y guiñar, bajar el sombrero, saludar, girar a medias, agacharse, proferir felicidad y cultura ante los ojos atónitos de quien sentado espera, fumando, como ese tango.
1997. Mayo u octubre. Frank terminó los fideos en frío que preparé casi como los gatos comen: con más energía que encanto, pongámoslo así; entonces, sacudiendo su cabello siempre a corte militar, se subió a la eterna silla azul, tenedor en mano, y declamó, cantando desafinado, arrebatado en risa:
“El fideo ondula en la sopa y rebosa la cuchara reflejada.
Es hermoso en su ínfima existencia de gusano comestible.
Tiene la figura breve que lo distingue de parientes transalpinos
y una ductilidad que lo hace inaprensible”.
Quedéme vago.
… / ¡Te gustó! / No; realmente no / Només Ploraria / Qué es eso / ¡El autor!, ¡qué va a ser eso!, Només Ploraria, barcelonés, ilustrador y poeta de la blogósfera / qué es la blogósfera, Frank / el nido de ratas que escribe cualquier cosa que se le venga en mente, ¡y anónimos los cabrones! / Blogués… / ¡Blogósfera, bruto! Voy a hacerme un blog, Juan Carlos. Lo tengo, desde ayer, muy claro / ¿Ayer? / Conocí a una chica en mis clases de tango / ¿Desde cuándo tomas tango? / Desde que tengo dinero / Frank, quién te paga esas clases / Desde que estamos aquí me ahorro lo que me das y ayer pude pagarme mis primeras cinco lecciones / ¿Y la chica? / Alímola / Nadie se llama así / Ella: Alímola, Anémona, me gusta / Te miente, Frank, ¿te acuerdas de Clara? / Alímola es portuguesa y canta también, me enamoré, le llamaré para que venga por mí, tiene una Vespa rosada; fascinante mujer, francamente / Francamente, Frank, creo que ya enloqueciste, al final es así; lo dicen los doctores / El destino es irreparable / Es irrisorio, Franky / (Se sentó, dejó suavemente el tenedor sobre su plato) Es la única forma de sabernos amados u odiados / No te entiendo / Dios nos pone las claves / ¡Es el colmo!, ¡y encima qué estás leyendo! / Blogs de Barcelona / … / Y de Venezuela, y argentinos algunos; hay uno que es más que bueno: “suicidiario”, fabuloso, el tipo que escribe nos muestra recetas comprobadas para quitarse la vida en menos de un minuto / Lávate los dientes ya, tengo que irme de vuelta al trabajo / Ayer “subió” un textito sobre atragantamientos con vainilla en vara / ¿Viste mis llaves? / Deja que te lo lea y nos vamos…
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El extracto de Le fideo pertenece a Només Ploraria.
La foto es de marca.com, estropeada adrede.
No existe ningún blog llamado "suicidiario".
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sábado, 4 de septiembre de 2010
Cláritas del rústico pequeño
<
I.
Si regresaras en otra claridad desierta,
tú misma, cuerpo o ráfaga desnuda
de otro espacio no mío, cálido y solar.
Borrosas calles y llovizna oscura.
Nada sino mi sed, mi desvelo,
nadie sino la voz del entresueño,
nada, final, sino
un eterno encantamiento frío:
terror que lentamente
se entreabre, gesto, belleza cruel
que pasa apenas, fugitiva, sólo al lado un instante,
por entre los adioses,
¡oh tanta luz en nubes de otro invisible mundo!
Fernando Charry Lara, 1963
Fragmento de Los adioses
II.
Siento llegar el día como un rumor de animales,
a la orilla del pantano, de la fiebre, del junco,
más allá, entre las colinas de viento oscuro,
donde la luz se levanta con desgarradas banderas,
como resplandor lejano de una montaña de cuarzo.
Formas de la gracia, sus perfiles abandonan sus melenas
a la brisa; formas de la vida y de la muerte,
sus senos tiemblan en las penumbras de los juncos;
formas del oscuro delirio, sus muslos se suavizan
como una fruta partida; formas del tiempo humano,
sus pies hacen temblar las flores silvestres.
El día derrama su transparente maravilla, como un vuelo,
como el color innumerable, como la crisálida
de herméticos destellos, como el insecto plateado,
como el hechizo en las formas relucientes,
como el vuelo de mariposas que salen de una gruta incendiada
y comienzan a temblar en el ardiente cristal.
Soy el día, y el viento levanta sus ramajes en mi alma.
Vicente Gerbasi, 1977
Fragmento de Formas del tiempo humano
III.
En estas horas de solemne calma
vagan los pensamientos
y buscan a la sombra de lo ignoto
la quietud y el silencio.
Se recuerdan las caras adoradas
de los queridos muertos
que duermen para siempre en el sepulcro
y hace tanto no vemos.
Bajan sobre las cosas de la vida
las sombras de lo eterno
y las almas emprenden su viaje
al país del recuerdo.
También vamos cruzando lentamente
de la vida el desierto
también en el sepulcro helada sima
más tarde dormiremos.
Que en la tarde, en las horas del divino
crepúsculo sereno
se pueblan de tinieblas los espacios
y las almas de sueños
José Asunción Silva, 1892
Fragmento de Canto IX
IV.
Hacia el anochecer, bajábamos
por las humildes calles, piedras
casi en amarga piel, que recorríamos
dejando caer nuestras risas
hasta el fondo de su pobreza.
Y el brillo inusitado del amigo
iluminaba las palabras todas,
y divisábamos un poco más,
y el aire se hacía más hondo.
La noche, opulenta de astros,
¡cómo estaba clara y serena!,
abierta para nuestras preguntas,
recorrida, maternal, pura.
Entrábamos a la vida
en alegre, en honda comunión;
y la muerte tenía su sitio
como el gran lienzo en que trazábamos
signos y severas líneas.
Roberto Fernández Retamar, 1958
La noche
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I.
Si regresaras en otra claridad desierta,
tú misma, cuerpo o ráfaga desnuda
de otro espacio no mío, cálido y solar.
Borrosas calles y llovizna oscura.
Nada sino mi sed, mi desvelo,
nadie sino la voz del entresueño,
nada, final, sino
un eterno encantamiento frío:
terror que lentamente
se entreabre, gesto, belleza cruel
que pasa apenas, fugitiva, sólo al lado un instante,
por entre los adioses,
¡oh tanta luz en nubes de otro invisible mundo!
Fernando Charry Lara, 1963
Fragmento de Los adioses
II.
Siento llegar el día como un rumor de animales,
a la orilla del pantano, de la fiebre, del junco,
más allá, entre las colinas de viento oscuro,
donde la luz se levanta con desgarradas banderas,
como resplandor lejano de una montaña de cuarzo.
Formas de la gracia, sus perfiles abandonan sus melenas
a la brisa; formas de la vida y de la muerte,
sus senos tiemblan en las penumbras de los juncos;
formas del oscuro delirio, sus muslos se suavizan
como una fruta partida; formas del tiempo humano,
sus pies hacen temblar las flores silvestres.
El día derrama su transparente maravilla, como un vuelo,
como el color innumerable, como la crisálida
de herméticos destellos, como el insecto plateado,
como el hechizo en las formas relucientes,
como el vuelo de mariposas que salen de una gruta incendiada
y comienzan a temblar en el ardiente cristal.
Soy el día, y el viento levanta sus ramajes en mi alma.
Vicente Gerbasi, 1977
Fragmento de Formas del tiempo humano
III.
En estas horas de solemne calma
vagan los pensamientos
y buscan a la sombra de lo ignoto
la quietud y el silencio.
Se recuerdan las caras adoradas
de los queridos muertos
que duermen para siempre en el sepulcro
y hace tanto no vemos.
Bajan sobre las cosas de la vida
las sombras de lo eterno
y las almas emprenden su viaje
al país del recuerdo.
También vamos cruzando lentamente
de la vida el desierto
también en el sepulcro helada sima
más tarde dormiremos.
Que en la tarde, en las horas del divino
crepúsculo sereno
se pueblan de tinieblas los espacios
y las almas de sueños
José Asunción Silva, 1892
Fragmento de Canto IX
IV.
Hacia el anochecer, bajábamos
por las humildes calles, piedras
casi en amarga piel, que recorríamos
dejando caer nuestras risas
hasta el fondo de su pobreza.
Y el brillo inusitado del amigo
iluminaba las palabras todas,
y divisábamos un poco más,
y el aire se hacía más hondo.
La noche, opulenta de astros,
¡cómo estaba clara y serena!,
abierta para nuestras preguntas,
recorrida, maternal, pura.
Entrábamos a la vida
en alegre, en honda comunión;
y la muerte tenía su sitio
como el gran lienzo en que trazábamos
signos y severas líneas.
Roberto Fernández Retamar, 1958
La noche
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sábado, 31 de julio de 2010
Capicúa
< Para Montaña
Todo se le olvida a Frank. Si tiene sed camina a la cocina, abre el refri, se hace un sándwich. Puede pasarse toda la noche soñando verdes islas y al día siguiente no bañarse. La otra tarde, qué curioso, me preguntó con desgano si quería jugar Atari; hicimos palomitas sin grasa y nos sentamos en la alfombra persa de la abuela: conectamos los controles, metimos a empujones el cartucho y la tele no prendió jamás, “no ha vuelto la luz” me dijo, y se quedó dormido.
Se le olvidan las cosas, qué sé yo. Podría ser amnesia, falta de concentración, malas vitaminas, poca leche, desvelo, nostalgia. Quizá Frank tiene el síndrome de la nostalgia eterna. O de la tristeza. Puede que el olvido surja del recuerdo, quiero decir, de la aglomeración circunstancial de pensamientos aterrizados en… ¡nada! Seguro que algo así le ocurre. No es posible que se mire en el espejo queriendo rasurarse mientras pone dentífrico en su cepillo. ¡No hay método que siga! La sinrazón, tal vez. El despropósito. ¡Eso es! Desidia. “No hago nada pero me entretengo en pensarlo”. ¡Lo tengo!
2002. Frank tuvo que quedarse en casa por aquello del resfriado y los demás nos fuimos de farra a un bar en la playa. De vuelta, lo encontré en la terraza viendo estrellas. Qué miras Frank / la vía láctea / y cómo es / enoooorme / cuántas estrellas tendrá / más de 400 millones / cómo sabes eso, Frank / Google / ¿te acuerdas del telescopio de papá? / ya no sirve / claro que sirve, ayer lo compusimos, ¿no te acuerdas? / para hoy no sirve, está nublado el cielo / ¡por eso mismo, Frank!, qué veías entonces / el cielo / nublado / la vía láctea / con el cielo nublado / pensaba en la vía láctea detrás del cielo / … / debe ser inmenso, infinito ¿no? / sí, debe ser.
Miramos las no-estrellas cinco minutos, diez. Cantaron cigarras. “Tienes frío” me dijo / Tengo sueño / y frío / sueño, Frank, sueño; no frío, ¡sueño! / por qué repites las cosas / porque así debe ser para que entiendas / entiendo que tengas sueño, es de madrugada / es invierno, Frank; me muero de frío…
Vitral e izote: Ixhuacán de los Reyes
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Todo se le olvida a Frank. Si tiene sed camina a la cocina, abre el refri, se hace un sándwich. Puede pasarse toda la noche soñando verdes islas y al día siguiente no bañarse. La otra tarde, qué curioso, me preguntó con desgano si quería jugar Atari; hicimos palomitas sin grasa y nos sentamos en la alfombra persa de la abuela: conectamos los controles, metimos a empujones el cartucho y la tele no prendió jamás, “no ha vuelto la luz” me dijo, y se quedó dormido.
Se le olvidan las cosas, qué sé yo. Podría ser amnesia, falta de concentración, malas vitaminas, poca leche, desvelo, nostalgia. Quizá Frank tiene el síndrome de la nostalgia eterna. O de la tristeza. Puede que el olvido surja del recuerdo, quiero decir, de la aglomeración circunstancial de pensamientos aterrizados en… ¡nada! Seguro que algo así le ocurre. No es posible que se mire en el espejo queriendo rasurarse mientras pone dentífrico en su cepillo. ¡No hay método que siga! La sinrazón, tal vez. El despropósito. ¡Eso es! Desidia. “No hago nada pero me entretengo en pensarlo”. ¡Lo tengo!
2002. Frank tuvo que quedarse en casa por aquello del resfriado y los demás nos fuimos de farra a un bar en la playa. De vuelta, lo encontré en la terraza viendo estrellas. Qué miras Frank / la vía láctea / y cómo es / enoooorme / cuántas estrellas tendrá / más de 400 millones / cómo sabes eso, Frank / Google / ¿te acuerdas del telescopio de papá? / ya no sirve / claro que sirve, ayer lo compusimos, ¿no te acuerdas? / para hoy no sirve, está nublado el cielo / ¡por eso mismo, Frank!, qué veías entonces / el cielo / nublado / la vía láctea / con el cielo nublado / pensaba en la vía láctea detrás del cielo / … / debe ser inmenso, infinito ¿no? / sí, debe ser.
Miramos las no-estrellas cinco minutos, diez. Cantaron cigarras. “Tienes frío” me dijo / Tengo sueño / y frío / sueño, Frank, sueño; no frío, ¡sueño! / por qué repites las cosas / porque así debe ser para que entiendas / entiendo que tengas sueño, es de madrugada / es invierno, Frank; me muero de frío…
Vitral e izote: Ixhuacán de los Reyes
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jueves, 29 de julio de 2010
Yo, polvo
<
Play!, de favor.
Cosí esta luz a mis ojos, allí se quedó burbujeante; pura presión explotando en mis cuencas: expresión. Así me parece el reflejo, las sombras proyectadas. Puedo andar despacio en una calle mirando con interés la luz sobre cada objeto. Si el árbol se plasma en la cantera de iglesias, qué bien, sonrío; si disminuye en intensidad, entonces miro al árbol, cada rama, pájaros furiosos, y sonrío. O no, me quedo callado y miro. Solo. Limpio. El aire que respiro es una sombra más de lo que soy.
De pequeño me gustaba tumbarme en la madera del piso y acariciar las duelas con sol que ofrecían las tardes de diciembre. O ver el polvo suspendido, manotear despacio, revolver, y con la mirada seguir el camino de los corpúsculos; lo pequeño iluminado, lo diáfanamente convertido. Y en el “yo, polvo” olvidarme, por un momento inquietante, de todas mis alergias y no-puedos.
Quizá por ello estudio con diafragma la existencia, por detenerme. O, concluyente, afirmo que el universo (cada nébula envolvente) no cabe ni en memoria ni en instante sino en luz. Y entiendo todo, ¡gracia de Dios!, entiendo rotación y traslación, ciclos lunares, agricultura, guerra, asteroides, cocina, computación e inglés. Entiendo, al fin, cultura.
Pienso, quiero decir, me estimulo, pues: a ver, ¿por qué entonces no puedo describir ya nada? ¿Qué perdí y en dónde para no ser capaz hoy día de pronunciar palabras idiotas? ¡Cuánto de descubrimiento, praxis, teorema, fundamento, ley, medicina cohabita aquí a mi lado, en los libros, la tele, las personas! ¡Quién me robó el asombro! ¡Quién el espacio vital de mis neuronas! ¡Cómo fui a perder la sinvergüenza antes siquiera de llegar a viejo!
El pleito nunca es conmigo, para qué, si soy condescendiente con mis actos: mato, presto mis hombros, manejo, saludo, robo encendedores, hablo a las espaldas de los otros, meo de pie, duermo feliz como feto alimentado, palmo, fuerte, ¡rojo!
(
Te comen las ganas por decir lo que piensas. No importando eventos o cicatrices. Vamos a escribir sin deberle al criticastro o remendar en pretextos cada línea vacua / Flor, por ejemplo: sexo vegetal del reino vivo. Carne: alimento. Hay quien dice que ser carnívoro es ser, también, adorador de muertos, comensal en banquetes cadavéricos. Y qué. Me gusta. Y qué sin con eso me violento o tomo al ser humano como carne y flor de lo que veo. Astro: Viento. Noche. Pura enumeración. Sortilegios descuidados que me embeben, que palpan cada intento de mis dedos por devolverse la gracia ante teclados inertes. Y qué. Son sólo eso. Golpes de pastillas que chascan los deseos más negros. Fuente inagotable de irreversibles catarsis.
No me propuse nada. No me entretengo tampoco matando las horas con esto; para eso: las revistas malas, el ejemplo en cara de otros, la risa de los niños, los pájaros que cantan, las hormigas conocedoras de nubes y lluvia y malas noticias, los eternos escaparates donde miro artículos que jamás compraré. Y qué si los miro o les patento nombres. Dónde estudio lo que mueve mi alma, dónde acomodo la palabra escrita indescifrable si no es aquí contigo, Peatón, ominoso amigo invisible que nunca me habla. A quién perjudico yo. A quién le enseño o desenseño las hojas amarillas de mis libretas de apuntes. Dónde parar cuando de correr se trata. Y dónde hallarse, como se cree que es uno: feliz y despreocupado, egoísta de otros mundos y sensible hacia los encantos que uno mismo se provee. Aquí, digo yo -polvo-, donde mis versos se convierten en capilla.
)
...
Comentaba entonces, luego de mucho meditar, que me parece bonita la forma en la que el sol se fuga en los rincones e impregna de belleza las alfombras, las macetas, los vidrios. Y a eso me dedico. Y sonrío. O no, me quedo callado y miro. Solo. Limpio.
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Play!, de favor.
Cosí esta luz a mis ojos, allí se quedó burbujeante; pura presión explotando en mis cuencas: expresión. Así me parece el reflejo, las sombras proyectadas. Puedo andar despacio en una calle mirando con interés la luz sobre cada objeto. Si el árbol se plasma en la cantera de iglesias, qué bien, sonrío; si disminuye en intensidad, entonces miro al árbol, cada rama, pájaros furiosos, y sonrío. O no, me quedo callado y miro. Solo. Limpio. El aire que respiro es una sombra más de lo que soy.
De pequeño me gustaba tumbarme en la madera del piso y acariciar las duelas con sol que ofrecían las tardes de diciembre. O ver el polvo suspendido, manotear despacio, revolver, y con la mirada seguir el camino de los corpúsculos; lo pequeño iluminado, lo diáfanamente convertido. Y en el “yo, polvo” olvidarme, por un momento inquietante, de todas mis alergias y no-puedos.
Quizá por ello estudio con diafragma la existencia, por detenerme. O, concluyente, afirmo que el universo (cada nébula envolvente) no cabe ni en memoria ni en instante sino en luz. Y entiendo todo, ¡gracia de Dios!, entiendo rotación y traslación, ciclos lunares, agricultura, guerra, asteroides, cocina, computación e inglés. Entiendo, al fin, cultura.
Pienso, quiero decir, me estimulo, pues: a ver, ¿por qué entonces no puedo describir ya nada? ¿Qué perdí y en dónde para no ser capaz hoy día de pronunciar palabras idiotas? ¡Cuánto de descubrimiento, praxis, teorema, fundamento, ley, medicina cohabita aquí a mi lado, en los libros, la tele, las personas! ¡Quién me robó el asombro! ¡Quién el espacio vital de mis neuronas! ¡Cómo fui a perder la sinvergüenza antes siquiera de llegar a viejo!
El pleito nunca es conmigo, para qué, si soy condescendiente con mis actos: mato, presto mis hombros, manejo, saludo, robo encendedores, hablo a las espaldas de los otros, meo de pie, duermo feliz como feto alimentado, palmo, fuerte, ¡rojo!
(
Te comen las ganas por decir lo que piensas. No importando eventos o cicatrices. Vamos a escribir sin deberle al criticastro o remendar en pretextos cada línea vacua / Flor, por ejemplo: sexo vegetal del reino vivo. Carne: alimento. Hay quien dice que ser carnívoro es ser, también, adorador de muertos, comensal en banquetes cadavéricos. Y qué. Me gusta. Y qué sin con eso me violento o tomo al ser humano como carne y flor de lo que veo. Astro: Viento. Noche. Pura enumeración. Sortilegios descuidados que me embeben, que palpan cada intento de mis dedos por devolverse la gracia ante teclados inertes. Y qué. Son sólo eso. Golpes de pastillas que chascan los deseos más negros. Fuente inagotable de irreversibles catarsis.
No me propuse nada. No me entretengo tampoco matando las horas con esto; para eso: las revistas malas, el ejemplo en cara de otros, la risa de los niños, los pájaros que cantan, las hormigas conocedoras de nubes y lluvia y malas noticias, los eternos escaparates donde miro artículos que jamás compraré. Y qué si los miro o les patento nombres. Dónde estudio lo que mueve mi alma, dónde acomodo la palabra escrita indescifrable si no es aquí contigo, Peatón, ominoso amigo invisible que nunca me habla. A quién perjudico yo. A quién le enseño o desenseño las hojas amarillas de mis libretas de apuntes. Dónde parar cuando de correr se trata. Y dónde hallarse, como se cree que es uno: feliz y despreocupado, egoísta de otros mundos y sensible hacia los encantos que uno mismo se provee. Aquí, digo yo -polvo-, donde mis versos se convierten en capilla.
)
...
Comentaba entonces, luego de mucho meditar, que me parece bonita la forma en la que el sol se fuga en los rincones e impregna de belleza las alfombras, las macetas, los vidrios. Y a eso me dedico. Y sonrío. O no, me quedo callado y miro. Solo. Limpio.
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miércoles, 28 de julio de 2010
Delicia nosotros
< Patria chica 11/11
Delicia nosotros
Si puedo enunciar delicia, puedo lo demás. Lo demás es pasado cobarde, es eterna, forzada, negligente, burdamente tiempo atrás. La última vez, por ejemplo, que me comí un pedazo de acitrón: y si sabe igual, con qué me quedo luego. La inquietante razón de robarme ostias para echarles cajeta casera: la abuela murió y se acabó la cajeta, con qué me quedo después. El ojo indómito ante la granada que cruje, el sabor amargo de mis dedos, sangre frutal, ávida de lumbre y saliva: gusanos plagaron el árbol del jardín infantil, con qué me quedo antes. Con, creo yo, con el poder, entonces, global y compulsivo, de enmarañar en mis recuerdos cada ingrediente de un chile en nogada… Capisci? No. Pues eso. ¿Y la cajeta? Pues eso.
Sin embargo, caminantes amigos, andantes y desandores de agendas apretadas, está el dulce placer de la prosa y la poesía, está con los ausentes el canto de grillos y cigarras, está el violín huasteco de arco chueco, y las nueces navideñas o pascuales, y el aguardiente norteño, chiapaneco, demoniaco, de maíz, y las malditas virtudes con cada vicio bendito, antagonista nato.
Y están las camas destendidas con sus habitaciones coquetas, el mole castizo y dulzón de las parroquias donde fumo, los caballos herrados, el pasto y sus bondades de mora silvestre, limón, champiñones. Y está el querube de madera con su enloquecido tallador, y el “ves a ver”, y el “Dios me libre”, y la mafia de portales, y mazorcas asadas, y leche fría, abrazos, “no me falles”, ventanas.
Si lo demás se me olvida, por qué enunciar delicia. Delicia nosotros, con toda nuestra genética innoble genética, con nuestros más de peros que además, con la violable siempre virgen inocencia, con el “qué dirán” a cuestas del cliché y el amanerado afán por despedirnos. Deleite del caníbal, complacencia para iracundos, gozo del débil y la “femme fatale”, delicia rinconera de las ciudades y pueblos. Pletóricas cantinas. Comilonas. Hambre. Delicia. Pereza. Egoísmo. Punto y aparte: patria chica.
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Puestos alucinógenos
Xico, Veracruz
Final de serie
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Delicia nosotros
Si puedo enunciar delicia, puedo lo demás. Lo demás es pasado cobarde, es eterna, forzada, negligente, burdamente tiempo atrás. La última vez, por ejemplo, que me comí un pedazo de acitrón: y si sabe igual, con qué me quedo luego. La inquietante razón de robarme ostias para echarles cajeta casera: la abuela murió y se acabó la cajeta, con qué me quedo después. El ojo indómito ante la granada que cruje, el sabor amargo de mis dedos, sangre frutal, ávida de lumbre y saliva: gusanos plagaron el árbol del jardín infantil, con qué me quedo antes. Con, creo yo, con el poder, entonces, global y compulsivo, de enmarañar en mis recuerdos cada ingrediente de un chile en nogada… Capisci? No. Pues eso. ¿Y la cajeta? Pues eso.
Sin embargo, caminantes amigos, andantes y desandores de agendas apretadas, está el dulce placer de la prosa y la poesía, está con los ausentes el canto de grillos y cigarras, está el violín huasteco de arco chueco, y las nueces navideñas o pascuales, y el aguardiente norteño, chiapaneco, demoniaco, de maíz, y las malditas virtudes con cada vicio bendito, antagonista nato.
Y están las camas destendidas con sus habitaciones coquetas, el mole castizo y dulzón de las parroquias donde fumo, los caballos herrados, el pasto y sus bondades de mora silvestre, limón, champiñones. Y está el querube de madera con su enloquecido tallador, y el “ves a ver”, y el “Dios me libre”, y la mafia de portales, y mazorcas asadas, y leche fría, abrazos, “no me falles”, ventanas.
Si lo demás se me olvida, por qué enunciar delicia. Delicia nosotros, con toda nuestra genética innoble genética, con nuestros más de peros que además, con la violable siempre virgen inocencia, con el “qué dirán” a cuestas del cliché y el amanerado afán por despedirnos. Deleite del caníbal, complacencia para iracundos, gozo del débil y la “femme fatale”, delicia rinconera de las ciudades y pueblos. Pletóricas cantinas. Comilonas. Hambre. Delicia. Pereza. Egoísmo. Punto y aparte: patria chica.
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Puestos alucinógenos
Xico, Veracruz
Final de serie
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