miércoles, 21 de mayo de 2008

El Valle de Sangre

> A Dan Fogelberg, in memoriam



Dorothy se entibia; dilapida el mundo del mago. Desploma su figura descalza sobre líquidos senderos y azules, fuera de historias pueriles. Retorna, protesta, gimotea, desamparada ríe, se descoyunta perturbada, afina y no se espanta. A este modo lo hace todo: mirando remisamente los árboles que rugen. Tomando hachones y extrayendo augurios se atreve a maldecir y por eso se enfada con la lobreguez del sol (si es que halló por fin su sombra).

Arremete contra los cedros, de madera fofa, y de dos en dos, engulle taño, postas y corazón. Los marca de azul, naranja y verde, por edades, por traidores, por raíces, por temores. Hinca sus dientes de azulejo y pica luego en los fresnos, recios, refulgentes. Cae ramaje en los centímetros de la espesura, antes floresta, hoy osario de troncos maltrechos.

Palos y tablones glorifican al alza su certeza: “la maldita traviesa canta, la del moñito rosa, esa voluble señorita adolescente”. Y vuelve a la carga; se toma su tiempo, gusta de su limonada y le dice al perrito feligrés que no asuma su miedo. Casi anochece.

Onomatopeyas de diversos golpes organizan retumbos en las costillas de Dorothy; su utensilio feroz por fin se sacia. Anochece. Regresa entonces al valle de sangre y avienta con desdén los maderos a la lumbre. Prepara café, se sienta, reza o conversa a solas; tímidas le visitan las setas que no encontraron parador para merienda. Se las come también, sin siquiera despedirlas.

Sale a su portal, percibe ruidos: ligeros crujidos de hojarasca. Son las almas. “Amigo puede ser si no lo veo”. Cierra la puerta - ¡cierra bien la puerta Carole!, pidió de buenas una tarde -, las cortinas, mete leños a la hoguera. Sirve en despostillo su café y lo traga inclemente haciendo buches. Sus ojos se encienden con las chispas, arrojan certeros flechazos a los violadores.

Transcurre la noche, cantan dos búhos. Se distrae, mira con fijeza los recuerdos pegados en la mesa que se han ido eclipsando, así de a poco, debido al hambre peluda y salvaje. Si tan sólo fueran muestras de amistad. No, sólo fútiles recuerdos enmarcados por azúcar y alcohol en redondo.

De vez en cuando vigila al río por las hendijas que se someten a la frialdad de sus ojeadas. Es julio de lluvias y los árboles ya no juegan a divertirla. La aridez de su cuerpo es ignorada por límites ocres y verdes. Y pensar que el cuidado de aquella madera era impecable, logrado sabiamente por aldeanos colindantes… ¡Tanto frío ahuyenta a la imaginación!, las efigies se quebrantaban diariamente por barrotes que protegen a ventanas. Dorothy se aburre. Suspira. Se viste el suéter de lana. Es paradójico fotografiar en tales circunstancias. Sola, con tenue luz y algo de folk, saca de un baúl su cámara y se autorretrata: rústica y oliendo a tierra mojada.

Cambia la escena musical; un antiguo country corroe el escaso metal; descansa como un títere en espera de la muerte de su ánima. ¡Suena tan bien! Su rostro, sin denotar cansancio, se opaca y amarillenta ante 75 palpitantes watts. Es inútil; una torpe descarga la deja a oscuras ¡y ese "country" maldito que se marchó también!

Cómo odia ese tipo de caprichos…

Una luz de fósforo, en acomedida parafina, le devuelve la delicia de captar siluetas. Sombras templadas se arrastran sobre el soportal. Revisa los fusibles y surge previa chispa que despierta. ¡Cuidado, bravas ratas! Además odia lo minúsculo; igual y es un capricho, un capricho minúsculo de Leviatán. La luz vuelve enseguida. Así regresa a la estancia interna, donde ya la espera, retozando como inocente, la baladita que Fogelberg, aquel cantante norteamericano de las montañas, le facilita.

“Sólo de ti depende la lucha o el esfuerzo, niña”: se lo han dicho siempre (casi desde siempre). Cada palabra le sacude el cuerpo, “llorarás y llorarás”. La autobiografía eventual se la brindan los espantos. A los vivos les deja la parte difícil: juzgarla.

El cautivo y el libre se dan la mano de ladera a ladera y le avientan cuatro besos distribuidos a las cuatro fotografías que siempre conservará Dorothy: La soledad, hilada a la niña que sus penas suscitó, cuando una tarde descubrió a un extraño jugando con sus ojos.



< Acotación: En el verano de 1993 llegó a mi cancionero un cassette rojo rotulado bajo el título: "The innocent age"; supe que pertenecía a la discografía de Fogelberg luego de una cómica casualidad en Napster. Gran parte de mi juventud escuché con atención (y a veces a gritos) "The leader of the band", la primera canción del lado B, eterno legado a su padre, muerto trágicamente en un accidente automovilístico... ¡extraño a mi padre!, eso quizá provocó, que luego del fallecimiento de José Medrano, la canción me gustara "más de lo indicado"; junto a "Father and Son" de Cat Stevens, son probablemente los dos himnos en inglés que yo le dedico cada que puedo...

Los años, como siempre, han pasado desinteresados de nuestras tristezas y pormenores, y apenas hoy, urgando en escritos antiguos, me encontré con una miniatura literaria que "milagrosamente" pulí hace once años durante un 'retiro intelectual' de tres horas acaecido en una remota cabaña que mis padres tuvieron a bien construir en abril del 97. El escrito se titula: "madera inocente en climas culpables"; mientras lo escribía (y pensaba en un final menos "final", inentendible y rebuscado) sólo escuché, lamentablemente como fondo, el lado B de "the innocent age". El ejercicio lo publico hasta hoy; barroco en cambios, tantos, que he decidido alterarle personajes, final y moraleja (de acaso haberla)... y hasta título.

Y pobre de mí: ahora que me ha dado por curarme en salud con un video al final de los textos, como complemento, despiste o disfrute, busqué (donde buscamos) "the leader of the band" y con tristeza descubrí que Fogelberg ha muerto: lo hizo en diciembre pasado, durante un accidente automovilístico... >

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