jueves, 14 de febrero de 2008

Radiografía del Niño Torpe

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Era pequeño. Medía tal vez un metro cuarenta y tantos. Tenía 9 años. En ese ayer; verano cargado de tardes con viento, truenos, lluvia y sol (todo al mismo tiempo), estudié francés con un método vanguardista que funcionaba mediante estímulos eléctricos transmitidos a un lapicero gris que al apoyar su punta sobre una respuesta correcta en el cuadernillo de ejercicios encendía milagrosamente. No pasé, por desgracia, del segundo módulo: quizá fue mi falta de tacto para con los útiles, mi poca paciencia al equivocarme o el haber conocido a una niña de Cuernavaca, con un par de ojos bellísimos, una sonrisa abierta, una voz de dulce y una carita estrechamente proporcionada, hija de la maestra, vecina mía y detonante inmediato de mi poder de amar.

Haber salido tantas veces a explorar mi entorno natural debió dejarme algo trastocado. Íbamos corriendo hacia cascadas, tomábamos finca, robábamos granos de café, comíamos guayabas verdes, tírabamos piedras a los ríos. Reímos mucho esas vacaciones... y hubo tantas vacaciones que aún me aquejan las memorias de acampadas desafiando a zorros en el bosque y quebrando con el miedo el filo del viento alisio.

Jugué también al tenis con gerentes de grandes fábricas, estropeé la arcilla de esa cancha, quemé cohetes con espantado asombro del fuego explosivo, maté alevosamente a un murciélago en Texolo con un rifle de diábolos, me aventé globos llenos de agua con las niñas de mi generación y me pinché las plantas de los pies con espinas del jardín de casa.

Durante un cumpleaños me arriesgué a la semana inglesa con Sarahí, una adolescente algo mayor que yo (gané miedo a la obscuridad y una bofetada por infiel). Acaricié el vientre de mi primer amor dentro de un sauna (y supe así del llanto por impotencia). Me besé a escondidas mientras hacíamos las escondidillas, me picaron el cuello y la garganta dos gusanos negros llenos de pelambre, supe que el barro caliente secaba la piel sanando así el acné, escribí su nombre y el mío en un árbol viejo, cicatrizó después la corteza y se borraron los delitos.

Luego regalé gerberas en febrero y me acostumbré a regar las plantas de su cuarto, aprendí a fingir mi voz para leer bonitos cuentos de hadas a su hermana, y dejé de beber leche por las noches. Fumé cigarros sin filtro internado en matorrales, escupí el tabaco, me quemé los labios, bebí mi primera cerveza y logré mi segunda resaca.

Caminé descalzo por la arena, comí elotes asados en Tierra Caliente y gané por vez primera a la pirinola. La quise tanto, a Elena (hija de Fanny y Federico, mis maestros de francés), que hoy que está bien lejos y tiene un niño regordete y rosado le devuelvo sus favores, me planto en el ruedo y le digo: ¡feliz catorce de febrero!

2 comentario(s):

Anónimo dijo...

Lindos...muy bellos...¡Sublimes los primeros amores!, sobre todo cuando se dan en esa etapa tan infantil aún...mi mejor amigo de Kinder... a él debo las gracias... por el descubrí el amor... lástima que cuenta me dí muy tarde...


Un abrazo!

Goga dijo...

¡Guau!. Al leer esto vinieron a mi mente muchos recuerdos y muchos amores.
¡Qué gusto leerte Buci!.

P.D.: The answer my friend is blowin´ in the wind...(sigo emocionada).

¡Saludos!