miércoles, 21 de mayo de 2014

Los abrazos gratis






I.

Carla me inquirió estando en mis encimas cuánto del uno al diez yo le gozaba. Revelé que cien: ¡cien!  - prorrumpí con mis fanales radiantes - ¡diez es muy poco! Rauda se alzó de mi espesura, dio una precaria oleada a su cuerpo en el espejo con ese par de quinqués perfectos que su rostro tanto adornan, declaró dos anatemas, no encontraba su pelliza. ¡Está afuera: la enganchaste en la percha! Salió de allí gimoteando, dejándome el tálamo hecho un embrollo triste. ¡Soy una babieca!, dijo de un golpe cerrando la puerta. Anoche la vieron en Plaza Central con una proclama en cartón colgada en su cuello ofreciendo abrazos gratis. No usaba quevedos, ni cazadora, ni admirable colorete, ni aullidos ni iniquidades.

Así de inentendible fue todo el actuar de aquella madrugada.

II.

¿Cuánto me cuesta un abrazo de tu parte? La hallé en un café meses después de aquel desaguisado pendiente. La ciudad es tan pequeña que puede acomodarse en la órbita del ojo de un gigante. Desde la lluvia pertinaz miré la calidez de adentro y la noté enseguida a pesar de aquel tinte distinto en las hebras ondas de su cabello; no hay ojos más magnos que me hayan visto con las mismas ansias. Al darme el apretón indiferente sentí mi espalda mojada sobre las palmas tibias de sus manos. Hizo una mueca que en otras latitudes han bautizado como sonrisa. Se levantó de allí con presteza y pagó su espresso en el mostrador. Salió al temporal sin paraguas y caminó calle arriba hasta perderse entre los fulgores que ofrecen las noches pasadas por agua.

III.

Llegaron con octubre las hojas rojas en los vergeles. Los globos juguetones de los niños tristes poblaron cada esquina de los parques. Más de veinte lunas carnosas abrieron las rejas de los lobos que en las barras del otoño merendaban a damas con capirotes. En la estancia para el té, mientras la ciudad era trepanada cada tarde, me rodeó el invierno. Todas esas noches cené peras con queso curado y leche entibiada con brandy, miel y romero. No me bastaban los calambres del recuerdo y me acabé embutiendo cinco kilos al volver la primavera. Quizá unos más, ¡soy muy glotón con los recuerdos y tan triste en primavera!

IV.

Decidí andarme silencioso; como un grillo y de puntillas. Insecto palo para niñas traviesas. Sufrido esposo de la mantis religiosa. Cubrí con ámbar mi mirada y salí a transitar cada camino cercano a mis oficios: los ojos bien abiertos, sedienta la nariz de olores nuevos; así (de andar y caminar, de ver y soñar que toco) vendí una serie de fotografías que capté anteponiendo a la cámara un gran cristal sobre el que vertía agua o gasolina, pintura y aceite: "¡qué transgresor, qué remedo puntual de esta sociedad", "¡el artista muestra el umbral de la naturaleza humana derretida en antivalores y anticostumbres!", llegaron a escribir en los panfletos de arte mis críticos enamorados. Entre abril y mi terrible agosto también me ceñí a la antigua laudería; logré algunos pesos haciéndoles cajones a unos cubanos que mezclaban el son con la rumba y sonaban asombrosos. Me di al bien amar de la cocina, aprendí a componer relojes. Con tal de sepultar su nombre bajo la hojarasca de mi memoria, brindé por el intenso deseo sobre los colores: fui palpitar emocionado ante el lindo cabrioleo de las faldas floreadas de muchos de mis arropes. Tantas piadosas madres de tan audaces sabores, tantas señoras fugaces como de Camelopardalis.

V.

Tres años más ciego, más fatuo, más graso, más solo, me presentaron a Paulina Benavides y el mundo moderno se me volvió Gondwana, los mares más anchos, las tierras estrechas, la bóveda eterna,  los labios enjutos.  El 12 de septiembre de ese antier no tan lejano, y luego de notar con entusiasmo que a Paulina y a mí nos venía de maravilla cada embone, logré pulsar las venas de los horrores y le dije, enhiesto de alguna clase insana de orgullo paternal, que se fuera a vivir conmigo a “la montaña de los derroches” que era por mucho el a.k.a más justo que honraba cada una de mis cuatro habitaciones. Paulina dijo que sí, se mudó pasadas las fiestas patrias y tuvo a mal descubrirme en un entuerto voluptuoso con una estudiante de danza. Se fue con sus tres maletas y un termo que tardes atrás había olvidado por fútil despiste.

VI.

Los dos ojos negros (o instantes de furia) de Carla me vieron pasar a su lado. Tras varios años sin verla y lleno ya de mapas corporales tatuados en los siete mares, sus dos ojos negros me vieron pasar a su lado. Pequeña figura morena, cabello brillante y muy corto, blusa a rayas blanquiazules con los hombros descubiertos y pecas acaneladas. La suma de mis deseos me vio pasar a su lado y me tomó del brazo: ¡cómo has subido de peso! Hubo un silencio muy tierno, hubo su cuello en mis ojos, su yermas muecas sonrientes atropellaron mis labios, hubo su antiguo calor manifiesto y sus poros transpirados. Diez kilos, le susurré. ¡Diez es muy poco!, sonrió al regalarme un abrazo.

VII.

Play!


La foto es de (el) peatón


2 comentario(s):

Unknown dijo...

Buen blog, me gusta lo que escribes, es interesante como cada persona puede plasmar tantos temas en uno, yo lo que busco en un blog es que me mantenga interesado y si son diferentes ámbitos mejor.

Saludos.

Hoteles en Monterrey

Juan Carlos Medrano dijo...

Muchas gracias por la porra y las visitas, Josel. Bienvenido siempre. Saludos a ti y a tus hoteles en Monterrey ;)