I.
Carla me inquirió estando en mis encimas cuánto del uno
al diez yo le gozaba. Revelé que cien: ¡cien!
- prorrumpí con mis fanales radiantes - ¡diez es muy poco! Rauda se alzó
de mi espesura, dio una precaria oleada a su cuerpo en el espejo con ese par de
quinqués perfectos que su rostro tanto adornan, declaró dos anatemas, no
encontraba su pelliza. ¡Está afuera: la enganchaste en la percha! Salió de allí
gimoteando, dejándome el tálamo hecho un embrollo triste. ¡Soy una babieca!,
dijo de un golpe cerrando la puerta. Anoche la vieron en Plaza Central con una proclama
en cartón colgada en su cuello ofreciendo abrazos gratis. No usaba quevedos, ni
cazadora, ni admirable colorete, ni aullidos ni iniquidades.
Así de inentendible fue todo el actuar de aquella madrugada.
II.
¿Cuánto me cuesta un abrazo de tu parte? La hallé en un
café meses después de aquel desaguisado pendiente. La ciudad es tan pequeña que
puede acomodarse en la órbita del ojo de un gigante. Desde la lluvia pertinaz
miré la calidez de adentro y la noté enseguida a pesar de aquel tinte distinto
en las hebras ondas de su cabello; no hay ojos más magnos que me hayan visto
con las mismas ansias. Al darme el apretón indiferente sentí mi espalda mojada
sobre las palmas tibias de sus manos. Hizo una mueca que en otras latitudes han
bautizado como sonrisa. Se levantó de allí con presteza y pagó su espresso en
el mostrador. Salió al temporal sin paraguas y caminó calle arriba hasta
perderse entre los fulgores que ofrecen las noches pasadas por agua.
III.
Llegaron con octubre las hojas rojas en los vergeles. Los
globos juguetones de los niños tristes poblaron cada esquina de los parques.
Más de veinte lunas carnosas abrieron las rejas de los lobos que en las barras
del otoño merendaban a damas con capirotes. En la estancia para el té, mientras
la ciudad era trepanada cada tarde, me rodeó el invierno. Todas esas noches
cené peras con queso curado y leche entibiada con brandy, miel y romero. No me
bastaban los calambres del recuerdo y me acabé embutiendo cinco kilos al volver
la primavera. Quizá unos más, ¡soy muy glotón con los recuerdos y tan triste en
primavera!
IV.
Decidí andarme silencioso; como un grillo y de puntillas.
Insecto palo para niñas traviesas. Sufrido esposo de la mantis religiosa. Cubrí
con ámbar mi mirada y salí a transitar cada camino cercano
a mis oficios: los ojos bien abiertos, sedienta la nariz de olores nuevos; así (de
andar y caminar, de ver y soñar que toco) vendí una serie de fotografías que
capté anteponiendo a la cámara un gran cristal sobre el que vertía agua o
gasolina, pintura y aceite: "¡qué transgresor, qué remedo puntual de esta
sociedad", "¡el artista muestra el umbral de la naturaleza humana derretida
en antivalores y anticostumbres!", llegaron a escribir en los panfletos de
arte mis críticos enamorados. Entre abril y mi terrible agosto también me ceñí
a la antigua laudería; logré algunos pesos haciéndoles cajones a unos cubanos
que mezclaban el son con la rumba y sonaban asombrosos. Me di al bien amar de
la cocina, aprendí a componer relojes. Con tal de sepultar su nombre bajo la
hojarasca de mi memoria, brindé por el intenso deseo sobre los colores: fui palpitar
emocionado ante el lindo cabrioleo de las faldas floreadas de muchos de mis
arropes. Tantas piadosas madres de tan audaces sabores, tantas señoras fugaces
como de Camelopardalis.
V.
Tres años más ciego, más fatuo, más graso, más solo, me
presentaron a Paulina Benavides y el mundo moderno se me volvió Gondwana, los
mares más anchos, las tierras estrechas, la bóveda eterna, los labios enjutos. El 12 de septiembre de ese antier no tan
lejano, y luego de notar con entusiasmo que a Paulina y a mí nos venía de
maravilla cada embone, logré pulsar las venas de los horrores y le dije, enhiesto
de alguna clase insana de orgullo paternal, que se fuera a vivir conmigo a “la
montaña de los derroches” que era por mucho el a.k.a más justo que honraba cada
una de mis cuatro habitaciones. Paulina dijo que sí, se mudó pasadas las
fiestas patrias y tuvo a mal descubrirme en un entuerto voluptuoso con una
estudiante de danza. Se fue con sus tres maletas y un termo que tardes atrás
había olvidado por fútil despiste.
VI.
Los dos ojos negros (o instantes de furia) de Carla me
vieron pasar a su lado. Tras varios años sin verla y lleno ya de mapas
corporales tatuados en los siete mares, sus dos ojos negros me vieron pasar a
su lado. Pequeña figura morena, cabello brillante y muy corto, blusa a rayas blanquiazules
con los hombros descubiertos y pecas acaneladas. La suma de mis deseos me vio
pasar a su lado y me tomó del brazo: ¡cómo has subido de peso! Hubo un silencio
muy tierno, hubo su cuello en mis ojos, su yermas muecas sonrientes
atropellaron mis labios, hubo su antiguo calor manifiesto y sus poros
transpirados. Diez kilos, le susurré. ¡Diez es muy poco!, sonrió al regalarme
un abrazo.
VII.
Play!
La foto es de (el) peatón