Si al verme en el espejo me muevo poco, se asoma. Si al desatarme los ojos, ahí. Está donde el peligro y la llama, hacia el centro del ombligo, en el vuelco de orejas: desde allí me impregna. Mi otra voz, mi tono distinto, el de abajo o el de adentro. Ahí; pero más lejos, más derrotero a mar abierto, y también mayor. Sin experiencias. Sin mis debates. A través de los inciensos. Con los prejuicios del roedor asustadizo. Justo ahí. Y tan valiente.
Se formó en el andar pre-galáctico del tiempo -quizá como un quiste-, tal vez llegó abatido tocando la puerta de Saturno con la palma bien abierta sin que le escuchara, o escucháramos, si es que desde entonces éramos más. En una de esas, apareció de la nada, ángel de la incitación, se apoderó de mis entrañas y -como bienvenida- me dio migrañas.
Nadie sabe. Les he preguntado uno tras dos, sin que el de adelante me escuche o el de atrás reniegue. Cuando hablamos todos, pocas veces realmente, bohemios y al mismo tiempo, llegamos a la feliz conclusión de dividirnos en estrella, luz, cometa, hielo, santuario, largo etcétera.
Semilla voladora tal vez, no sé. El detalle es que siempre vemos lo que no está. Nos gusta privarnos de nosotros. Es nuestra sutil esquizofrenia. Así nos entendemos, bailando y doliéndonos. Asiéndonos y consolándonos.
“Si yo soy capaz de desdoblarme, tú también”, decimos, y mediante el sueño nos encontramos. Intentando huir de mí. Para siempre y más.
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Si lo piensas de ese modo, es fácil. Es como aprender a escuchar el canto de los grillos en la noche tenebrosa. (A veces la breve imaginación es eso: viva.)
1 comentario(s):
Un placer leerte, siempre.
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