Es tarde, pero menos tarde para mí que para los famas;
para los famas es cinco minutos más tarde,
llegarán a sus casas más tarde,
se acostarán más tarde.
Yo tengo un reloj con menos vida,
con menos casa y menos acostarme,
yo soy un cronopio desdichado y húmedo.
Tristeza del Cronopio; Julio Cortázar
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Disquisición
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Somos vagabundos > Menos
Fragmentos de alguien más
Todo lo que no quisimos
La herida, el dios, la cura, el mal
Somos la paz y el sueño > piel sin dueño
Ni creamos ni arruinamos
Sólo estamos solos
Corren, agitados, los 90.
5:52 a.m.
Despunta el alba. New York ya está excitada; en sus calles hay humo, basura, gente de negro, de azul, de guinda. Hay gente corriendo con tremendas serpientes negras conectadas a sus oídos. Hay gente hablando sola, quebrándose la voz ante un microchip gigante. Hay gente y no testigos. Gente desierta, poca gente, multitudes, islas privadas, particulares. Y en medio de esas tierras ignotas, mar adentro, luz impropia, hay más gente: cortando palmeras, prendiendo las fogatas, apagando esperanzas, naufragando ensimismada… como si no quisiera salvarse, como si de pronto cada avión que surca el cielo fuera intruso de la soledad… de su consuelo.
Despunta el alba y New York está maltrecha. Es victimaria de pasados, es ciudad asustada. Es calma, y yace sola. Afuera hay gas de traspatios y cocinas chinas, nubes remotas, bicicletas aparcadas bajo charcos, cuatro estudiantes, dos prostitutas, siete abogados, cinco vecinos que salen de sus casas sin mirarse. Otro que se queda en cama, que vive ajeno a lo ajeno, que, surrealista, desempaña el cristal que da a la avenida, otro (o ese mismo) que da los buenos días a su hija adoptiva (luego amante y hoy esposa).
Woody no quiere bañarse, no quiere opacar a su impúdica persona. Debe estar en el set a las 12. Hay una escena que lo vuelve loco: Sean Penn tocando su guitarra de juguete encaramado en una media luna a manera de columpio. Debe llamar a Keith, le dijo que el bar que había ubicado para tales fines cerró en diciembre… y ya es febrero. Y Woody se vuelve loco, y Woody no quiere bañarse.
Soon-Yi mira el televisor despreocupada: avisan del tráfico en la 5ta. Él, sin embargo, la observa atento; quiere darle un beso en su nariz; es más la pereza. Ya no recuerda a Mia Farrow, ni sus ojos, ni sus pechos, ni sus glúteos (ya no hablemos de actuaciones). Quizá se decidió muy tarde por Soon-Yi. Se siente viejo, a veces estorbo; cavila, acomoda sus lentes de armazón de pasta, icónicos, decide por fin levantarse; ser otra vez cronopio.
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6:29 p.m.
Cae la tarde a trote lento sobre Fairbanks. El sol blanquecino de febrero recorre con implacable tibieza toda la cordillera sur de Alaska. Los osos se han ido; regresarán con el verano. Christopher McCandless abre un libro magullado: tapa blanda, hojas sueltas, amarillas, subrayadas, con acotaciones sobre los márgenes. Feliz retrato del lector indiferente. McCandless lee a Jack London. “La llamada de la selva” le produce espasmos notorios en la garganta; es un libro enérgico, de los que no ceden ni un minuto ante la impaciencia y la incertidumbre. Es, además, una obra ambivalente: el misterio revelado de un muchacho que reta a su espíritu y se obsequia soledad absoluta fuera de favores citadinos, lejos de urbes inmensas, más allá de esa psique colectiva que nunca entiende.
Christopher detiene su lectura, arroja el ejemplar impreso al suelo de metal y mira quieto el horizonte. Han pasado casi dos años desde aquel abril en que dejó la casa huyendo de sus padres y de las obligaciones morales, estéticas y posmodernas que los colegas suelen depositarle a un recién graduado en Historia. Cambió su nombre por Alex, y no planea volver. Ha caminado tanto… y está tan exhausto… y se siete al fin tan pleno.
Hace dos meses llegó a un paraje desolado cerca del Parque Nacional Denali y allí tuvo a bien encontrarse con un autobús abandonado; lo convirtió en mansión de epicúreos, se propinó una dieta de hierbas y frutillas, y vive con sus libros, un saco de dormir y una sartén oxidada donde hierve el agua que toma de un río vecino. Ha aprendido a hacer el fuego, se ha divertido cazando liebres, y se sabe de memoria algunos versos de Robinson Jeffers. Christopher mira quieto el horizonte, y recuerda a su madre. Nota que quiere un abrazo. Llora un poco sobre su piel, seca por el frío inclemente. Se espabila, baja del autobús, grita a todo pulmón. Nadie responde. Nunca oscurece.
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11:47 p.m.
Emmet afina una Parlour. Cada una de las seis cuerdas se convierte en un reto, en una obligación de perfección que a toda costa lo orilla a humillarse. Emmet es descuidado, ya rompió la cuarta y no le quedan más. Se termina su cigarro, sacude su cabello, camina metódico al espejo (trata de alejarse de sí mismo y acude al espejo; ¿a quién se le ocurre?, ¿a quién que no seas tú? Eres despiadado Emmet Ray, eres anodino hasta contigo). Emmet enfurece y rompe el espejo, hace pedazos la memoria, evoca a Paris, a los tugurios clandestinos, a las casas de chansone, al gorrión Edith, al popular Django Reinhardt. Siente náuseas, comienza a salivar: se entera al fin de su inexistencia. Es consecuencia de un retardado guión que tiene a medio estudio enfurecido.
Hace muy poco apareció en los sueños de Woody. Estaba interpretando, como nunca, “I’ll see you in my dreams” de Gus Kahn. Muchas señoritas lo miraban embelesadas, él se relamía los bigotes y socarronamente sonreía. Pensaba en escoger a alguna dama distraída y con pecas luego de terminar la tanda, y desearle amor eterno, y llevársela a la cama.
Pero Woody despertó; aunque le gusta el erotismo, despertó. Tenía fiebre, hacía calor y Soon-Yi estaba en el set. Por vez primera, Woody temió. Temió de verdad (no era el nervioso aquel que se estrella en los muros, no era hipocondríaco, no era actor, ni director, ni clarinetista, ni escritor: era el miedo encarnado). Llamó a su mujer, quiso comentarle algo al respecto: notó en su voz felicidad y mintió: le dijo que había soñado con ella, que llegaría a las doce, preguntó si todo marchaba bien. Soon-Yi también mintió; dijo que sí, no quiso atormentarle con la “buena nueva” de que Sean Penn no estaba, de que Keith no le avisó que esa noche rodaban, de que habían llegado del estudio buscando culpables. Puros dequeísmos. En vez, mintió: le dijo que sí, que todo iba de acuerdo a lo planeado, que lo esperaba a las doce.
Y Emmet estaba a oscuras: sin guitarra, sin muchachas, sin libido. A tientas. Intermitente. Tratando de gritar sin conseguir que de su boca saliera algún sonido. Desnudo. Fuera de foco. Inmóvil hasta otro episodio onírico.
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10:05 a.m.
Sean sale del Waldorf con las manos en los bolsillos de una chaqueta color azul marino. Trae puesta una gorra y una bufanda. Tiene frío. Aunque nunca ha sido de hoteles lujosos o mansiones de ricos (ni siquiera con Madonna), la producción le asignó una suite que a la vez le pareció sugerente. Keith lo había esperado desde la noche anterior; acabó durmiendo en un hostal poco barato a 14 cuadras de Park Avenue. Está cansada; caminó muy aprisa y demasiado. Un agente la llamó diciendo que Sean no llegaba, que lo recogiera al día siguiente en el living del Astoria. Ella llegó puntual, antes de tiempo, desde las ocho: había que firmar algunos detalles, explicarle al cocinero ciertas excentricidades y finalmente hablar con el gerente sobre un inédito cheque que mandó el estudio semanas antes. Sean también fue puntual, la cita era a las nueve. No subió a la suite, mandó a una chica (con anteojos redondos, muy rubia y tan pálida) a verificar su equipaje y a instalar sus pertenencias. Se quedará once días, no más. Tiene programada una cita con Jon Krakauer, el escritor de moda, el best seller, donde hablarán de una posible adaptación a su última novela. Sean quiere filmarla, no tuvo mucha suerte con De Niro, y está ansioso por sacarse la espina.
Se saludó de beso seco con Keith. Ella sintió un leve rubor en las mejillas. “Debo llevarlo a hablar con el señor Allen”, le dijo. Sean asintió un tanto desinteresado; había sido abordado por una pareja de diplomáticos surcoreanos que lo habían ubicado luego de verle actuar en “La delgada línea roja”. Pidieron dos autógrafos para sus hijas quinceañeras y luego, con gestos amables de reverencia, se dirigieron al bar. Y es que beben todo el día los surcoreanos. “Ni el bigote me salva”, bromeó con Keith. “¿Es de verdad?”, “yo no uso implantes”. Keith quiso jalarlo, más como caricia que con morbo, pero fue profesional. Juntos se encaminaron calle afuera. Al salir sienten frío. Keith se pone los guantes, Sean acomoda su bufanda. Le ordenan al portero que pida un taxi; no lo ven a los ojos.
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2:18 a.m.
Cantan dos cigarras. Es Paris y es insólito aguacero de febrero. La tumba de Jean Baptiste Reinhardt no tiene epitafio. Aquel sepulcro es más bien una Gibson del ’36 entallada en acero. No hay flores, no hay agua, no hay fotos. Sólo descansa clavada en el cemento una uña rosa marca Compass que hace tres años llevó De Lucía como ofertorio de bondades al genuino “gitano de los dedos de oro”. De Jean Baptiste pasó a ser Django y de Django a mito, a referencia directa del jazz caliente de 1930. Vivió muy poco… habrá muerto a los cuarenta.
Django maravilló a todo tipo de audiencias. Incluso, los más conservadores ( músicos letrados y por nota) cayeron a los pies de aquel autodidacta. Emmet no fue la excepción; Woody le produjo el placer de presentarlos.
En 1992, durante un concierto en Barcelona, Woody y su New Orleans Jazz Band, compartieron el escenario con Dallas Tiffe; un guitarrista venido a menos luego de problemas con el alcohol que lo mantuvieron alejado de la escena musical casi diez años. Tocaron cinco canciones que hiciera famosas Jean Baptiste. Los españoles les rindieron varios minutos de acalorados aplausos; al final, Dallas y Woody agradecieron sin palabras. Se sentaron y miraron cómplicemente, para después evocar, casi como entonces, al magnífico belga y su “there’ll be some changes made”. La gente salió contenta; se les veía poblar el Barrio Gótico con emulaciones del más rudo rag time, al tiempo que sacudían sus cabecitas y olvidaban, por un breve instante, su casi obligada soledad.
Esa noche Woody soñó a colores. Era un bar amarillo cargado de humo y risotadas en distintos tonos. Había trece mesas llenas y dos más reservadas para los músicos en turno. Baladas de Ellington recorrían con esmerada lentitud cada espacio del tugurio. Woody tomaba güisqui a sorbos y se reía de alguna ocurrencia. A su lado estaba Emmet, coqueteando, atento a las manos inquietas de una veinteañera; feliz de que Woody soñara, y él apareciera. Entre los dos no se hablaban; a juzgar, parecían amigos de siempre; cómodos el uno con el otro, sin importarse tanto, compinches silentes, en su ambiente y con su gente.
Reinhardt llegó a aquel bar pasadas las tres. Su voz diminuta y el carácter explosivo de su risa, destronaban de su silla a los cualquiera. Finalmente se ubicó en la barra. Dos muchachitas surcoreanas, alegres y disparatadas, le pidieron con escaso francés un par de autógrafos para sus padres. Él se mostró caballero, aunque un poco displicente. No habría camas ajenas esa noche; su novia estaba de visita. Ellas se fueron apagando hasta encontrar, sobre un pasillo prohibido, cuatro manos que entretuvieron sus impulsos. Eran de dos meseros complacientes. Django conversaba con el dueño, quizá del nuevo elepé, y se bebían muy despacio una cerveza en vaso corto.
Emmet lo empujó sin querer; al parecer había cuajado una conquista y era prioritario seguir embelesándola con güisqui. Pidió disculpas sin mirarlo. Django lo detuvo; le dijo que tenía manos de guitarrista, que cuál era su instrumento, porque músico era. Emmet explicó, muy cortante y a modo de broma grotesca, que estaba aprendiendo a tocar el arpa, le sonrió por postura y regresó a la mesa. Woody, increpándolo, y muy nervioso, explicó a los seis que le escuchaban, datos precisos sobre el hombre de la barra. Se hizo un mínimo silencio y luego, poco a poco, las conversaciones volvieron a su cauce natural. Alguien brindó, y todos alzaron sus vasos…
Al día siguiente Woody despertó de buenas; le preparó un desayuno a Soon-Yi, de ricas frutas flameadas; afuera, varias personas compraban flores en Las Ramblas. Emmet, sin embargo, abrió los ojos y notó la noche: se vio desnudo, fuera de foco, inmóvil.
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1:31 p.m.
A instantes se le ve desbaratarse en ridículos gestos y manos que aletean. Es Woody mostrándole a Sean la actitud corporal que debe practicar para la escena del monólogo: una especie de homenaje a los modos de andar en cinemascope durante 1930. Algo no entiende el actor, mecánicamente alza sus cejas de cuando en vez, tratando de concentrarse. Había dormido poco la noche anterior (y el pensamiento divergente no es su fuerte). “¿Entiendes la idea?”, repite Woody cansado. “Es un tanto exagerada”. “¡No es exagerada, Sean!, así te debes mover: ¿necesito explicarte cómo ponerte un moño?”. “Aquí están los lattes Mr. Allen”, interrumpió Tim, el joven de utilería que ha trabajado con él desde sus Días de Radio. Woody toma el vaso de unicel y se quema, lo devuelve a Tim, le pide que lo enfríe. Soon-Yi sonríe, se acerca cautelosa y besa sus dedos. Sean aplaude el gesto. Soon-Yi le guiña un ojo. Woody la mira extrañado, no se lo explica, termina poniendo una cara de hartazgo y se quita los lentes. Masculla: “dónde va a estar esto”. Ha tomado un pedazo de cartón pintado que semeja una nube. “¿Y si pones un espejo mientras me acomodo el moño hablando solo?”. “Ya lo hizo Marty con De Niro”. “Dices que es otro homenaje”. El set entero se ríe. Por un momento, todos empiezan a buscar el bien común (lo que sea por irse a comer más temprano).
Ann Michel espera. No le gusta interactuar con los de cine. Como encargo de la NBC, tiene que realizarle una entrevista a actor y director. Keith le prometió 20 minutos. Allen y Penn llegan tarde, se han enfrascado en una discusión sobre el jazz que permeará la famosa toma del columpio. Saludan a la reportera sin muchas ganas. “Tienes 20 minutos” le susurra Keith al oído; es una loba defendiendo a sus cachorros. Luego sale despacio del camerino, como queriendo no irse. Mira a la periodista y dibuja un “20” en el aire. Quiere dar un portazo, y en vez, pregunta si desean café; no le responden, se va.
“Tiene usted la fama de director maldito”. “¡Por favor!, vaya y entreviste a Roman. Yo soy un niño”. “¿Malcriado?”. Sean advierte: “No quiere darse cuenta señorita, pero en el fondo es buena gente”. Woody asiente con la cabeza, se forma un silencio que corta el bombazo: “Ambos son directores y actores; ¿dónde dejan sus egos?”. “¡No los dejamos!” bromea el director de ‘Manhattan’. “Sinergia pura; a veces él me enseña a actuar, a veces yo a dirigir…”. “… y viceversa” interrumpe mister Allen. “Y viceversa” concuerda Penn. “Supe que el guión de Sweet and Lowdown está inspirado en la vida de Reinhardt. Por qué es tan importante un músico de 1930 cuando se acaba el milenio”. “No es importante; es cine, es contar una historia, son mis gustos, mis pesadillas”. “Creo más bien en la reivindicación de la soledad que experimenta la humanidad. El calor que se fraguaba entonces de transición económica dejó huecos muy grandes en este país. Y el cine, en buena medida, es documento de progreso”. “Es usted un político señor Penn”. “Le gusta salir a cuadro”, se burla Allen. “Y a todo esto: ¿el personaje central es un pateta?”. “Emmet Ray es complicado”. Woody prosigue, enumerando con los dedos, parpadeando excitado: “Músico autodidacta, bien parecido, de extracción humilde, ganando dinero, mujeriego, borracho, apostador, algo proxeneta… ¡such a precious thing!”. “¡Casi describe a Sean Penn!”. “¡Me descubrió, señorita!”. “¿Y usted qué papel interpreta?”. “Usted no se prepara, señorita”.
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4:22 a.m.
Suena muy lejana, sólo aparecen atisbos de guitarra taimada. La habitación es pequeña y la música proviene del salón contiguo. Ahí, y con la calidez que el disco de vinilo provee a las grabaciones, se desmadeja tranquila y melódica “for sentimental reasons” de aquel poderoso “Swing 48” que Reinhardt dejó inconcluso.
La habitación es pequeña, y Sean está postrado sobre una cama doble. No puede dormir, ni quiere: la novela documental de Krakauer ronda por su cabeza todo el día. Hay algo en ella, una suerte de esperanza y misticismo en la que Sean se ve irradiado; nota en la trama un porvenir, una doble vida. Hay casi un muchacho feliz, casi una linda historia, casi una familia unida, casi una aventura homérica, casi otra isla. Hay un “algo más” que lo devora a cada instante y lo empuja a querer filmarla.
Mira el reloj que posa indolente en el buró. Sonríe luego de percatarse de la ausencia del segundero. Se imagina (casi una ráfaga) que el tiempo que habita es más vivo, más gustoso y más sereno. Saca del cajón la novela, ha marcado algunas páginas; siete. Su elección responde a criterios de síntesis visual. Quiere conversar con el autor, convencerlo de ceder sus derechos para una adaptación libérrima. Ha conseguido una entrevista y piensa mostrarle el bosquejo. La idea lo inquieta; debe permanecer en New York diez días, hacer pietaje a cuadro de algunas escenas, zambullirse en un personaje complejo y finalmente volar a San Francisco donde cerrará el trato. Y el reloj no tiene segundero.
Sobre las páginas finales hay una cita que hace unas noches, llevado por la simbiosis más absurda de sus últimos años, encerró en tinta roja. Al margen se lee acotado, con caligrafía nerviosa: “en súper de scan sobre créditos de inicio, letras blancas, conseguir original”. El fragmento le basta y sobra; es conciso y abriría muy bien el filme:
Greetings from Fairbanks! This is the last you shall hear from me, Wayne. Arrived here 2 days ago. It was very difficult to catch rides in the Yukon Territory. But I finally got here.
Please return all mail I receive to the sender. It might be a very long time before I return South. If this adventure proves fatal and you don't ever hear from me again I want you to know you're a great man. I now walk into the wild. -Alex.
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5:52 a.m.
En una pared se lee: “la vida es breve, el alma es vasta; tener es tardar”. Nadie se entera; la calle donde está esa pinta permanece cerrada hasta nuevo aviso. Despunta el alba y New York ya está moviendo sus brazos. Lejos de la habitación de Woody, un edificio entero se quema y de sus ventanas emergen papeles incendiados. Woody amaneció perezoso, aunque al final, ha decidido levantarse y darle ese beso en la nariz a Soon-Yi. Ambos gustan del ritual, aunque afuera el mundo se desvanezca.
Sean duerme cerca del fuego, quizá a un kilómetro. Escucha a los bomberos y algún recuerdo de la infancia se le mete en el cabello. Tímidamente despierta, pero no consigue abrir los ojos. Estuvo leyendo hasta entradas las cinco y quiere descansar de sus insomnios. Hay poca luz, se cuela por debajo de la puerta cierto aliento blanco de resplandor que lo hace dormitar de nuevo. Sólo se escucha un tic tac insistente, poco más o menos invisible, que rítmicamente lo acurruca.
Sobre la tumba de Jean Baptiste, una uña Compass (encarnada en el cemento) revuelve técnica y tiempo. Desacelera los eventos. Sigue lloviendo sin importarle a febrero. Llega Luc muy puntual; saca de su almacén una escoba y empieza por barrer las lápidas de la avenida principal. Le gustan los cementerios; es adicto al silencio sepulcral de tanto rey muerto. Al pasar por el sitio de Django descubre de reojo a un gato. Lo ahuyenta golpeando la escoba contra el piso y el felino huye despavorido tumbas adentro. Luc está satisfecho; sabe que a los gatos les gusta el olor a muerto y que usualmente rascan donde encuentran tierra y no cemento. Luc está contento, entonces sigue barriendo.
Encima de una cama adaptada al fondo de un autobús descompuesto, yace lánguido el cuerpo de Christo. Las tres últimas noches se han acercado los zorros y han despertado a McCandless con gritos y risas que semejan la voz lastimera de los bebés abandonados. Pero él no se inmuta, tiene poca fuerza a estas alturas. Su peso ha cedido más de 17 kilos a la dieta de frutillas y las decisiones están tomadas. Christopher lo ignora, pero un día su voz resonará por todo el planeta dándole libertad a las almas sedientas. De momento es casi marzo, y en marzo siempre hay zarzamoras.
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Derivación
Hay otro lugar; más vacío de flores, de luces, de alimentos. Es un sitio reducido en espacio y con una negritud que sorprende. Ausencia de colores, y en medio un hombre desnudo. Fuera de foco. Inmóvil. Sólo parpadea, mira desorbitado tratando de agrandar sus cuencas. No logra vislumbrar la inmediatez de su existencia. No se entera del contexto. Hace de su imagen un espejo roto. Finalmente evoca una mueca alegre; sabe que vino de paso y que es muy probable que no vuelva. Nunca se había sentido tan henchido de placer. Comienza a moverse. Toca.
Agosto, 2008
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1 comentario(s):
¡Sí cierto!
Geniales, de verdad.
:-)
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