martes, 19 de junio de 2007

Cántale Pepe

Como quien se traga al viento, así nomás sin pensarlo... tragar por tragarse cualquier cosa; el viento en este caso sincero. // Como quien se traga al viento sin querer olisquearlo, sin permitir que sepa Dios cuántos bichos raros entren en esa boca, en ese cuerpo, en esa hinchazón corajuda en el corazón que tiene José. // Como quien se traga al viento de una sola bocanada... fugaz, sin miramientos, todo lo contrario; entrada libre al microbio, al rico, al poderoso, al campesino, al extranjero, al de acá, a todos. Mientras más sean los convidados, más aprisa late su infartado tres veces miocardio. // Y no le importa. // ¿y a quién le importa si vamos por la cuarta, o la sexta o la un millón?, ¿a quién que no sea Cristi?, ¿a quién le duele el cuerpo, la mente, los recuerdos?, ¿a quién le pone fríos los pies el saber de su ausencia?, ¿ a quién le suceden sueños incautos llenos de fantasmas?. // ¿Quién si no Pepe tiene la fuerza de callarnos dando un golpe seco en la mesa ajetreada?. ¿A quién le importa que ya no tenga fuerza?...¿ a quién carajos?...¿ a quién carajos le importa?. // Muerto el rey viva el rey y él siempre ha sido el rey, le guste a quien le guste, toma o escupe. // Acompáñame con brandies como nunca lo has hecho, sugiéreme qué poner en el cuasiobsoleto tornamesa ¿alguna habanera de Cádiz?. Una del Rogaciano aquel que tanta pena daba a las huastecas. O bien, podemos llegar al terreno de equinos blancos sin jinete, o de antepechos en el puente, quizá hasta sea el momento de probar intrigas con la Villa, la Beltrán, la sin nombre que duerme a mi lado cada vez que escucho su roncar cantaleteado. Dime tú José. Una que te sepas cantar entonado y a lo macho. // Me encanta que cantes, o que llores, pa’l caso es lo mismo. Eres mi recuerdo vivo.

¡Ah, Ingleses!

Allá, en Londres, notaba con asombro a los parques; de dimensiones magnas, y sobretodo usados, caminados por la gente para quienes se hicieron. Unos paseando al perro, otros más comiendo salchichas enlatadas en las bancas de madera, algún niño correteando palomas, alguna niña cortando flores. Alegría instantánea. Espontaneidad. Júbilo gozoso de tumbarme en los jardines y darle la cara al viento vespertino. Leer sobre el olvido mientras las hojas de los árboles me acuchillan la cara y las rodillas. Escuchar por rutina la novena de Beethoven en los audífonos, saborear cada respiro de la orquesta, cada minúsculo error que tiene esa grabación del 93 en Berlín y sentirme, ya sin miedos, director invitado, sacar la casta, mover los brazos en perfecto compás, forte, fortíssimo, casi piano, ahora allegre… andante. Y quedarme ahí… allá.
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Aquí a nadie le interesa el Lwiding Van. Aquí nadie lee. Aquí no hay niños. Aquí hay mataniños.