Me dijo el vendedor de plantas que no hallaba sentido su labor si el cliente no procuraba la compra; de inicio no entendí aquel concepto de la microeconomía: "procurar la compra" me es extraño pues no soy fiel adepto de adquirir seres vivos mediante un intercambio monetario.
(Sin embargo, pasada la mañana, recordé medianamente un poema de André Gide sobre el mito de Perséfone, al que tardíamente pondría música Stravinsky bajo una versión libérrima de Borges:
"Desconfía, guárdate siempre de seguir, hosca lo que miras con demasiado amor. No te acerques demasiado al narciso, no, no cortes esa flor."
Y el inventario sobre botánica se enjutó a lo circular cuando, sin la sinapsis completa del recuerdo, mi mente comenzó a vagar sobre la noche aquella en que un amigo me contó, con los ojos inyectados de aguardiente, la historia del monje budista que obsesionado por llevarse una flor silvestre al templo, terminó secándola, en vez de contemplarla cada día en su morada natural, haciendo más digno así su camino matinal hacia los huertos y el destino de la flor.)
Por eso no le compré la planta y sólo le tomé la foto.
¡Pobre vendedor que luego me maldijo!
Él solito se lo buscó.
La imagen es de un croto veracruzano captado con alto contraste; la historia del vendedor jamás sucedió (o en otras formas dicho: aconteció de modos distintos) y los divertimentos en paréntesis no intentan seducir al lector sobre alguna filosofía en particular ni esconden un pensamiento más allá del evidente. En fin; se trata de una lectura de autobús para un viernes sin mucho sentido de la prisa.