Un té de
amores velados, vapor que empaña los cristales de otros autos, rumbo sin sextante
(mar violento), incierto destino por hilos de bambú manipulado. Fuimos. Éramos.
Volcanes.
Hoy, como ya
lo cantan en las romerías y otras fiestas populares, somos dos islas en medio
de la ciudad sin nadadores que habiten nuestras playas (pobladas -sólo si se quiere- de dos
caballos salvajes que nunca duermen).
Trino de
primaveras y cantares mansos que arrullan cabelleras. Somos con alguien más la senda descubierta por ríos de luz y fuego en amalgama, lastre que deja la
saliva, hombros desnudos por otros dedos, lenguas que se esparcen sobre areolas de sandía, sabores nuevos, olores distintos, mapas corpóreos dibujados,
arañados, poseídos en los sueños más profundos. Sexo de una mantis sin marido.
¿Un té de
amores velados? O un cognac de lujuria y glúteos, de sombras en la alfombra, de
rodillas quemadas, de “ayes” y “oues” y “diosmíos”, de viento que refresca los
rubores en mejillas coloradas. Nunca fuimos. Éramos.
Volcanes que
se mueren.
Hoy, como lo
claman tantos cancioneros en barriadas, somos la vorágine que al encuentro de
otros ojos explota, vierte su jugo mineral en otras bocas, rompe las telas de
otros silencios y juicios, juega con otras bragaduras, lame nuevas axilas, gime en fa
sostenido, corre por nuevos ombligos.
Vasto desierto
con cuevas de alabastro, muslos humectados, tierras prometidas nunca antes
exploradas, cielos más azules somos hoy; bajo manos cruzadas, limpios sudores;
bajo techos intactos, tímidas voces; “encima del mundo”, las mismas costumbres.
Volcanes que
se mueren de furia.
¿Un té de
amores velados? O chocolate con menta y mezcal, con arritmia desmedida, con despecho
y rancheras de la Vargas, la Beltrán y la Mendoza, rompevientos que detienen
escupitajos al cielo, sal y chile en la herida, sal con chile en cada hueco,
limón en los recuerdos, cloro en los ojos, sosa cáustica para las úlceras,
adrenalina en el núcleo insustancial de cada reprimenda nuestra.
Volcanes que
se mueren de furia mientras llueve.
¡La
cordillera en celo! ¡La nueva distribución continental! ¡Las placas de nuestros
cuerpos formando nuevos ejes! ¡Carreteras que se quiebran! ¡Frenos que no
sirven! ¡Área de restricciones! ¡El abismo, insondable y bruno! ¡El horror!, y nunca más: la calma.
…
No es probable: cordura, comedimiento y parquedad aconsejan la razón. Un té de amores velados.
< Para Y., luego de sueños suculentos y ambrosíacas visitas
I.
La distancia es esa indefinible huella que ara los campos de la memoria perpetuando, a su vez, cada insondable palabra pronunciada, ahora mismo, en lejanía. Sentir distancia, paladearla, es una práctica casera en la que (vestido de Merlín) enfrasco mis temores manifiestos, los echo por el borde de mis cejas irritadas y dejo a fuego lento apaciguar el caldo donde embebo la más triste soledad que es la de andar y desandar caminos fuera del alcance del ombligo, de la brisa, de cada planisferio de la amada mía.
II.
Arrástrame destino a la distancia so pena de muerte u olvido. Dime que he nacido ciego y hazme ver después lo que me viste y reviste, da forma, transforma, lleva a volar sin alas necesarias, anima, reanima, da frondas. Arrástrame sobre empinados riscos y dórame la piel con otras amalgamas hechas de acero y albahaca, prontas de buenos augurios, deseos, comedias, abrazos. Arrástrame a la impronta del viaje a través del sueño, del sueño a través del tiempo, del tiempo a través del mundo, del mundo a través del amor; el único e infatigable, somnoliento corazón: amor.
Siémbrame en un tiesto de azar o circunstancia y déjame allí dos minutos, libre de riego y marea, libre de luz de luna, de afrentas a la persona mía. Deja que solo salga: desraizado o herido, pleno de virtudes o ahogado en los yerros de tantos y diferentes pasados. Arrástrame destino de vuelta al jardín de los ciruelos y oblígame allí a escribir una carta donde al fin le cuente a mi nostalgia todas las instancias de placer que desde el recuerdo inmediato emergen.
III.
La certeza es esa indefinible huella que siembra los montes con anhelo perpetuando, a su vez, cada insondable caricia presta a pronunciarse, ahora mismo, en lejanía. Sentir certeza, paladearla, es un ritual en el que (vestido de desnudo) enfrasco mis dudas sonoras, las echo por el borde de mi boca sangrienta y dejo que Merlín se encargue del caldo donde embebo la más dichosa ironía que es la de andar y desandar caminos tan cerca de los dientes, de la risa, de cada mapa trazado a lado de la amada mía.
IV.
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La mecedora es Mahersol Polipiel roja con estructura cromada
...yo veía al invierno entrar y salir, flirtear con el aire y sentarse finalmente a mi lado (otro -pensé- que tampoco tiene nada que hacer esta tarde)
Almudena Guzmán
Precisa cual escarcha, noche estricta, árboles: alegorías del camino. La luz, cuajada, este silencio dicta. Mi ser todo renuncia a su destino.
Pere Gimferrer
El verano cubre el velo frío del viento; el invierno frío devendrá en solitario paisaje.
Miguel Visurraga Sosa
Vistió la noche, copo a copo, pluma a pluma, lo que fue llama y oro: cota de malla del guerrero otoño ahora es reino de la blancura.
¿Qué hago yo, profanando, pisando tan fragilísimo plumaje? Y arranco con mis manos un puñado, un pichón de nieve, y con amor, y con delicadeza y con ternura lo acaricio, lo acuno, lo protejo. Para que no llore de frío.
José Hierro
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Ruta norte de acceso al Pico de Orizaba Veracruz, México / febrero 2012
Entrar en este verso como el viento, que mueve sin propósito la arena, como quien baila (que se mueve apenas), por el mero placer del movimiento.
Sin pretensiones, sin predicamento, como un eco que sin querer resuena, dejar que cada sílaba en la oncena encuentre su lugar y su momento.
Que el soneto nos tome por sorpresa, como si fuera un hecho consumado, como nos toman los rompecabezas,
que sin saberlo, nacen ensamblados. Así el amor, igual que un verso, empieza sin entender desde dónde ha llegado.
Jorge Drexler, Montevideo.
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I.
II.
III.
Todo paisaje es construcción humana. El paisaje existe en la medida que alguien lo mira y lo interpreta para desarrollar algún propósito. No existiría sin la mediación del ojo, la mente, la mano, el tiempo...
Malpica Cuello, Granada.
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Play and dance!
Que el soneto nos tome por sorpresa by Jorge Drexler on Grooveshark
Todas las fotos: Golfo de México / Altas Montañas Diciembre 2011 / enero 2012
La tarde sin el sol que usualmente los habita; sus dedos entrelazados; un par de manos tibias (una caliente, la otra fría), sin mucho ensalce de anillos y poca gloria en las uñas; sus dedos entrelazados con el silencio que atestigua las miradas ajenas, las que se posan en los objetos de siempre mientras callan los otros; mientras los hombres otros, las otras mujeres, refrescan sus memorias, cargadas ya de ardor y celos, perdón, prejuicios, “¿te acuerdas?”, “lo siento”. Aquellos dos, entrelazados, con memoria.
La tarde a cuestas para estos dos, sin la sombra tampoco de los otros tiempos, sin el sentido aquél de los lugares comunes, sin el óxido arbóreo que enmohece los recuerdos. Los otros recuerdos, los otros lugares comunes, las otras miradas sobre los nuevos tiempos.
Y el reloj que nunca para, tic tac en la misma pared recién pintada, indicando que es momento de cosechas otoñales, frutos del bosque y conservas en alcohol / recetas distintas, diferentes los cuerpos. Lo que ayer veían como azul añil, hoy les parece prístino eucalipto: el mismo color al otro lado del invierno.
“Poca gloria en las uñas”, vuelven a pensar esos dos; se han vencido de arañar al aire, de golpear fantasmas con los mismos dedos, de mirar al cielo y ver las mismas nubes sacadas del tronco universal de lluvia, la misma lluvia; uñas rotas de tanto temporal uniforme; “qué aburrida la lluvia”, vuelven a pensar esos dos.
Sin embargo, sin dudas y sin pesares, dos les basta a esos dos; dos es diálogo sin teatro, amor que pareciera por momentos agente que aletarga los principios del amor que aletarga los principios del amor eterno; dos sin treses ni cuatros ni pasados. Crecen a partir del dos aquellos dos, y velan su confianza con bálsamos que obtienen de las cortezas que rodean a sus ya sonrientes corazones; vida que vuelve a sangrar despacio, ¡a estar expuesta!, a llenar de nueva savia la matriz del tiempo en el que juntos renacen, se equivocan, se convencen –amalgaman piel, llanto y saliva-.
Un par de manos tibias son las que avanzan sobre el mismo meridiano donde los otros recuerdos mienten. Diez dedos entrelazados pasean los prados que alguna vez fueron lugares comunes. Dos miradas se funden por mitades y observan a los hombres otros, las otras mujeres, que nuevos y bellas, pueblan los ojos que al mismo tiempo miran al mismo sitio. Son un legado esos dos, de lo que vino y partió. Son múltiplos de dos.
Y el reloj no para, tic tac por autómata costumbre... pero la lluvia hoy la sienten tan distinta que de pronto se inundan en ganas de ver los colores por el filtro del verano. ¡Aquellos dos!, siempre buscando pretextos para encontrar arándanos… Miran al Norte, allá está el sol, amaneciendo; se van cantando:
La lucha contra el poder del pasado sobre tu cuerpo no es sólo tuya, ¿sabías?
Irene Libre; El buen vino
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Los pastos ya están listos para ser plantados de nueces en franca garapiña. Los hemos regado, gota tras gota, con delicado afán de convertirnos en hábiles agricultores. Romanza en tierra fértil, pensamos; ya llegará la temporada de lluvias, decimos.
Cada noche, antes de dormir a fuego lento, abonamos un poco el sembradío del traspatio; ella escarba ligera los surcos, esparce amatista en ciertas hierbas descuidadas; yo la miro atónito, limpio el parral de los insectos. Las cigarras atrás, crueles testigos bulliciosos.
Apaga la noche el switch lunar y trae con el viento las bajas mareas; su brisa diminuta, ionizada, logra que los cogollos se afiancen. ¡Qué grande está el canelero de Ceilán!; lo trajimos hace dos meses y ha crecido vasto en fronda y corteza.
Ella está contenta, es lo que importa; pero anoche, sobre las horas sacras del descanso, los perros no dejaron de ladrar; me susurró que eran de mal augurio; que las cintas rojas que había enredado a las puntas de nuestras sábilas no estaban sirviendo; que el mal de ojo estaba puesto en los dos; que a veces tenía miedo de mi pasado. La abracé y cerró sus párpados violeta; se movía disimuladamente, tosía de pronto; sutil, apretaba despacio mis brazos. Se quedó dormida.
Esta mañana podamos el olmo y tomamos agua de chía sobre la sombra gentil de los guayabos. Hablamos muy poco, cruzamos besos renovados y volvimos a armar la mesa que hace apenas un año construimos con la madera fuerte del roble aquél que se nos vino encima ese junio de aguaceros.
Lo demás se dijo a tiempo: decidimos seguir con la huerta y esperar los atípicos chaparrones de otoño. Esa vez nos confesamos: "soplarán los vientos"; pero la suerte está echada, y si sembramos hoy, quizá en enero cosechemos las últimas mandarinas que tenga a bien madurar el cierzo.
Llegó este viernes sin ser esperada; así se fue a dormir también, sin esperarlo. Usualmente los viernes no duerme en casa. Y luego la noche no ayudaba: tan gris, tan no, tan escrupulosa y sin matices, tan de sí sé quién. La música: Darol Anger y Barbara Higbie “retumbando bajito” en la habitación contigua.
A estas horas, el estudio donde lee cada tarde la mujer dormida (como la llaman sus íntimos desconocidos), luce apenas iluminado por una antigua lamparilla de petróleo modernizada, electrizada, alimentada por un foco en forma de vela de escasos 15 watts. Mientras, vagamente a salvo de la obscuridad y el frío, lucen dormidos:
a) los libros, miles, no me apetece nombrarlos
b) los dos cuadritos bordados que le regaló su abuela paterna durante ese año nuevo tristísimo en el que, ¡coño, otra vez!, toda la familia olvidó felicitarla por su cumpleaños; quién la manda nacer el uno del primero
c) la alfombra persa con ácaros que le dan alergia
d) un dije que brilla, recuerdo de Olivier, un novio francés enviado erróneamente a Courchevel, al este de la Britania, para salvar la costa, a toda fuerza, del enemigo sajón… jamás volvió
e) las bolitas de madera para alejar la humedad de tanto tratado contra el aburrimiento que ella fue comprando, sigilosa, a espaldas de sus padres, durante sus últimos 24 años (y es que los señores eran, digamos, ya sabes: “artistas que han sufrido por falta de ingresos”, y temían noche tras noche que su primogénita acabara en las garras de la literatura -como funestamente terminó-, así que le prohibían todo acercamiento a cualquier encuadernado. Ella, feroz ensimismada, los leía, uno a uno, paso a paso, subrayando las frases más intrascendentes, después los metía en un sobre que enviaba a un amigo leonés, conocido años atrás durante una estancia académica en España, y ya está: los olvidaba. El amigo tendría que guardárselos hasta que sus padres murieran misteriosamente una noche lluviosa en la que su auto se quedara sin frenos. Nunca pasó, pero ahora vive sola, y el amigo se volvió un lector exigente. Imaginen: serían tres miles en vez de miles)
f) las odiosas polillas come-letras (parece que les encanta la z; una mañana le espié una novela alemana a la que le faltaban todas las z, cada z estaba quirúrgicamente ausente; en su sitio, un hoyo negro, abisal, tétrico rastro del pirálido nefasto
g) su gato, un animal terco que le ronronea por todo el cuerpo las noches en que le duele la soledad; dicen, no me consta, que siente placeres diminutos si el felino inquieto de pronto la araña
h) un gotero con esencias de canela y cardamomo para el mal de ojo
i) otro, éste con una exótica mezcla de 38 esencias naturales, remedio que la madre de un amigo cercano le regaló luego de un rompimiento amoroso del cual salió bien librada; ¡benditas las flores del doctor Bach!
j) un par de botas Break and Walk igualitas a éstas:
k) el marco de color rosa que delinea gentilmente una instantánea de Sausalito Bay, mítico sembradío de hippies donde la mujer dormida se pasó más de un mes tratando de entender la obra de Jack London. Al final no entendió nada: London siempre escribía ebrio
l) un florero que mami le había comprado en Murano luego de tremenda discusión que tuvieron la noche anterior sobre el Ponte Rialto durante un viaje de reencuentros hace casi siete años. Hasta donde sé, nada de qué preocuparse: la hija estaba de malas (así se pone con el hambre) y la madre estaba de malas (así se pone cuando ve a su hija de malas). Un florero a la mañana siguiente, y listo, a otra cosa; ahora permanece en el estudio, apenas iluminado, como todo lo anterior, con una orquídea de papel que un maestro de diseño gráfico que la persiguió durante sus años mozos le había obsequiado en son de amistad (y rendición a sus pies no tan diminutos pese a su estatura escasa)
m) el paraguas roto que arrebató a un peatón desprevenido durante una noche de copas
n) sus gafas de pasta verde; hipsters y frescas y livianas y verdes, tan ella: para ver de cerca
ñ) un diccionario de María Juana Moliner Ruiz en perfecto estado que nunca ha consultado; se da sus aires de grandeza con el buen uso del español, aún después de aprenderlo en un curso exprés a la corta edad de 19 años. Todos, y es que dicen que no había nadie que callara en el trabajo, le hacían burla por sus dislexias frecuentes
o) una docena de semillas de ciruela para plantarse en luna llena, semillas que ella llamó obstinadamente “huesitos” hasta que un profesor de la facultad de Lengua y Literatura Hispánicas le dijo que las ciruelas no eran vertebradas
p) un sándwich con apenas dos mordidas, hecho con pan de alcaravea y untado obsesivamente de queso crema y mermelada de manzana con jengibre que compra cada dos meses en el área naturista de un supermercado que un par de bolivianos montaron a dos cuadras de aquí
q) una libreta de apuntes estampada con un gatito negro de cola larguísima, tan al estilo del french retrocontemporary que ella disfruta a mares encabritados durante exposiciones con gente importante que se cree más importante de lo que ya es
r) un incienso para atraer al amor eterno y someterlo
s) un arbolito de la vida pegado con Kola-loca que se compró en Metepec durante una frustrante visita a su abuelo toluqueño. Le dijo de botepronto: ya no te quiero, abue, y él le pidió que le llenara el vaso con güisqui y cerrara la puerta al salir
t) un aparatoso engargolado con textos a corregir que nunca terminó luego de la conversación que tuvo con un primo segundo que la convenció de no llevarse el trabajo a casa
u) un frasco con esmalte morado para las uñas que de cuando en vez pinta por miedo a verse en el espejo, de repente, sin color
v) un vaso con un traguito de agua de clorofila que se toma, seria y puntual, cada noche, para defenderse de una intrépida bacteria gramnegativa que es responsable de una infección en su tracto urinario
w) una taza de asa rota con la portada del asombroso Push Barman to Open Old Wounds que su hermana le trajo de un concierto al que ella no pudo asistir por quedarse dormida. Ahora, el bonito souvenir tiene lápices de índole diversa, y desde entonces, duerme mal… la mujer dormida. Curioso
y una nota esparcida con tinta verde que escribió esta noche en el ajetreo de la culpa: Todavía tengo miedo y, por eso, no escribo… Al final del día no pido mucho, sólo que me des permiso de meterte en mis ficciones.
Estoy bloqueada, gritó sin querer hacer ruido, y se fue a dormir, sintiéndose (¡otra puta vez y más que nunca!) mujer dormida. Me quedé en el estudio, como siempre, apagada a medias y sin oportunidad alguna de revirarle: La única forma, aprendiz, de expiarse esas culpas pinches, es escribiendo. Pero se fue a dormir la mujer dormida y se tendrá que conformar para siempre con la duda. De cuándo a acá han hablado las ventanas.