jueves, 29 de abril de 2010

Tanto de Joaquín, lleno de Sabina

< A la gustosa cofradía



1. Vinagre

“Por decir lo que pienso
sin pensar lo que digo,
más de un beso me dieron
(y más de un bofetón).”


Joaquín Sabina, 1996.

No me gustan los textos por encargo: ni superan expectativas ni entretienen a la comitiva; funcionan para el “encargador” pero entierran las ideas del escritor en nubes abstractas de pensamientos divergentes. Pese a todo, raras veces la invitación incluye a Joaquín Sabina. La fórmula, luego, puede andar bien en mí. Porque me gusta Sabina, naturalmente, mucho, porque encuentro un punto de partida en la comunión que se genera al cantar sus canciones. Estamos, dicho de otro modo, menos solos cuando sudamos cada estrofa del “boulevard de los sueños rotos” o transitamos malamente por su “calle melancolía”.

Su música y letras, en fin, son esa suerte malsana de alter egos que difícilmente adiestramos con tal de entrar de lleno al mundo. Pero ¿para qué entrar si se está tan bien afuera? Los modos, las razones, etiquetas y mutismos, pueden (cuando del Conde Crápula se trate) sobrar y marcharse. Más falta hacen los errores de ortografía que las palabras bonitas. Cigüeña, luna, acuarela, alba o colibrí, carecen de sentido si no se piensan con dosis bien intencionadas de amargura y fracaso. Sabina es, entonces, al descifrarlo, el veneno en las palabras, la herida mal cocida de la métrica y la rima, el malabar, lo ajeno a convenciones, el dime y direte de los hombres diarios, los comunes y descalzos. Joaquín es, doctor, cada dolor de muelas; alivio incluido.

Hace dos semanas, promocionando su último disco, llegó el del negro bombín a Mexiquito, llamando “ingenuo” a Calderón y levantando, como improntas de la inmadurez política, olas mediáticas de atención, tsunamis xenófobos que clamaban se callara esa boca extranjera (que es tan suya) y sólo cantara con la garganta más clara. Habrá los entendidos sobre crimen organizado y posturas prudentes, y habrá quien hoy, al punto, piense que las opiniones hay que trabajarlas en la psique de quien vienen y mirando siempre a dónde van. Yo miro al toro desde el segundo tendido, qué digo entonces: me da lo mismo. Siento una total indiferencia en el menú que luego degustaron él y Felipe en Los Pinos, me importa poco a qué les supo el cuarto tequila de los desenfados ideológicos luego de cantar al alimón rancheras con mariachis domesticados. El flaco llenó el Auditorio seis veces; le valió la calidad, pero también el morbo. Y eso importa más que centrarse en los esquemas de la diplomacia, el qué dirán o la indulgencia. Conexiones así, disparatadas en públicos felices que se entregan al canto, merecen ser atendidas con minucioso afán de analizar el encanto. (Y así, querido lector, me ha salido un verso, sin esforzarme tanto). Olé. Vuelta de hoja.

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2. Y rosas

Llovió con enfado; llovió tremendamente en la ciudad el tercer sábado de un abril empapado. No le importaron a Tláloc mis zapatos de gamuza ni le hicieron daño al Distrito Federal tantos charcos. Lluvia innoble, diremos, mal nacidas gotas que inventan limpiar la maraña en tardes de concierto. Así, mojado, compré la ropa oficial (muy alta en costo y tan baja en bordado), cambié por los de un mago mis calcetines y puesto al derroche me tomé de un solo trago seis tequilas derechos que me secaron todito el cuerpo por los adentros. Corriendo me metí al evento, contento, saciado de las risas previas y los tumultos. Luego, la fragua de la catarsis, los primeros gritos, el futuro insomne de lo incierto en repertorios: un “Blues del alambique” abrió, en el sonido local, el telón de los curanderos. Siguiéronle acordeones sobre el fondo de una ciudad ignota que atardecía por pausas. Joaquín entró por la derecha entallado en camuflaje y sin bombín, bastón o bandera. Cocinó un “tiramisú de limón” bastante bien puesto de dulce, echándose al bolsillo, como quien augura noche larga, a más de diez mil peregrinos que, con voces rotas y por un instante, nos volvimos uno.

De este modo, cada quién en sus miras y atenciones, cada quién con sus fracasos a cuestas y la moral doblegada, cedimos paso a paso ante la voz con arena del bandido aquel que da “clases en una academia de cantos de cisnes”. Basta, y nunca sobra, con ver el muestrario rotundo y fuerte que entregó, para imaginar apenas la apoteosis absoluta al momento de frasear tan sólo: “lo nuestro duró”. Quiero decir, con “lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks”, sus recitales, invariablemente, se me hacen cortos. Puede que sean como éste, de casi tres horas: ¡qué me importa a mí que digan qué!, yo le vería entregado y con las palmas rojas 500 noches seguidas y seguramente más de 19 días.

Y es que a mí, como a cualquier parroquiano, le gustan los buenos ratos, y el arte como instrumento. Nada, dicho sea de paso, merece quedarse a medias. Llámale “guerra contra el narco” o “Paulette, en comedia”. Ninguna situación a medias, ninguna muestra de afecto, ninguna reconciliación, nunca el escenario a obscuras… ninguna pasión. Si eso logra Sabina en unos cuantos o Dios en templos, si embeberse hasta perder la compostura, contra todo pronóstico, nos hace mejores personas: que viva siempre la vida, que “muera la muerte”.



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Set List de Gira Vinagre y Rosas, en comentario(s)

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jueves, 8 de abril de 2010

S. T. 6/n

< A la memoria de Josefina Valencia



Play, de favor:



No recuerdo a mi abuela materna. Ni sus tardes de cajeta ante el sol tímido de los noviembres que inundaban la cocina. Ni sus lecturas o escritores favoritos. No me salen al encuentro, como hallazgos solitarios, los estambres azules o el suéter que por navidad me regalara. Ni siquiera entiendo a bien por qué le escribo con tanta galanura como si estuviera aquí a mi lado en este instante. De pronto, otra vez, la noche. Y afuera nada, o todo con luces, grillos, maravilla. Quizá son los techos altos, los muebles en la niebla, el camino polvoriento que cruzan los caballos de vuelta al prado.

No recuerdo a Josefina, ni a sus pastes ingleses de su Pachuca eterna, ni a sus buenos modales, ni a sus frutos, ni a sus sombras. No me llena el olor de aquel armario alcanforado, guarida de fresas cristalizadas y pastillas blancas, señuelo para el niño inquieto, martirio de santos y ladrones, cava inexplorada de un vermouth añejo y libretas amarillas con fotos y recortes, luego, nada, la noche, afuera, otra vez, las cigarras, el búho que vive en el cedro y nada, maravilla.

Tal vez me esfuerzo en demostrarme algún recuerdo y miento. Tal vez no concibo la “psicodinamia de su comportamiento”. Tal vez, también, si su mano se ha posado en mí, me obliga sigilosa a dar de tumbos con las palabras esquivas. Quizá son los techos altos, la lluvia intermitente de relámpagos, el piano que tocaba a tramos, los días de campo cerca de arroyos transparentes: los berros, las canastas.

No recuerdo a mi abuelita; ni siquiera por ser la única mujer que pude llamar así en mi vida, ni por sus noches aletargadas con radionovelas de Radio Red, ni por “la risa, remedio infalible” de cada Selecciones olvidado, ni por los “quintos” que me daba por recoger sus agujas del suelo o empanzonarle sus alfileteros. No me asaltan los buñuelos, sus quejas por el calor o el frío o ambos o la amenaza latente de los mosquitos en mayo. No se me ocurre su nombre o apellido, no siento su cabello blanco, mirada lejos. Vamos, caminemos, debió decir, aquí nos están dejando morir las plantas.

Para qué insistir.

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El Campo abierto es de José Ramón Martín.

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lunes, 5 de abril de 2010

Bordados oro, azul y lumbre

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Un jardín no es un lugar.

Por un sendero de arena rojiza
entramos en una gota de agua,
bebemos en su centro verdes claridades,
por la espiral de las horas
ascendemos
hasta la punta del día
descendemos
hasta la consumación de su brasa.

Fluye el jardín en la noche,
río de rumores.

Fragmento del Cuento de dos jardines
Octavio Paz, 1967

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Quiero primaveras nocturnas. Soles del verano inagotable. Quiero que me empujen, de frente, hacia mares verdes de eucalipto. Lo bello y ya. Lo banal, las flores. Lo demás: el siempre sí a tus colores, bondades, razones. Quiero, y de poderse, lo permanente sin pensar en los futuros; la tangente que devuelva tus miradas, Madre Tierra, hacia mis frutos. Quiero allí consolidarme, dar amor y, por derecho, reinventarme o, qué sé yo, ser árbol viejo u oruga, carne para lobos, nieve, sepultura. Quiero, Pacha Mama, cánticos antiguos de niños que persigan mariposas bla/

...

Y es que simples rumorcillos de tus vientos bastan,
toda la sonoridad de este diáfano rocío me basta,
el cielo morado me basta,
sobra y hasta el mundo envuelto basta.
Vasta.
En los bordados oro, azul y lumbre de los nuevos husos, ¡vasta!



Esto, osita, que te espera en casa, es la primavera en gotas.
;-)



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